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miércoles, 21 de mayo de 2014

No se concibe la vida de un cristiano que no viva unido a Cristo



No se concibe la vida de un cristiano que no viva unido a Cristo

Hechos, 15, 1-6; Sal. 121; Jn. 15, 1-8
La imagen de la vid o de la viña es una imagen que se repite en diversos momentos en el evangelio para hablarnos del Reino de Dios y de los frutos que hemos de dar, como lo hace Jesús con sus parábolas, o para hablarnos de la necesario unión que hemos de mantener precisamente para dar fruto, como lo hace hoy.
La vid es una planta que hay que cuidar si queremos obtener buen fruto de ella; en la parábola Jesús nos hablará como el viñador preparó su viña con todo cuidado dotándola incluso de una cerca y de un lagar antes de confiarla a unos labradores que habían de seguirla cuidando para obtener sus frutos; también en otra parábola nos hablará Jesús de cómo busca a todas horas obreros para trabajar en su viña. En este sentido va también el canto de amor del amigo a su viña, del que nos habla el profeta del Antiguo Testamento. No vamos a entrar ahora ni en las parábolas ni en el texto del profeta, sino queremos centrar nuestra reflexión en la imagen tal como nos la propone ahora la última cena.
Hoy nos habla de esa vid que ha de dar fruto, y para que dé los mejores frutos el labrador la poda y la cuida, porque aquel sarmiento que no da fruto se arranca para que no entorpezca el fruto de los demás. Bien sabemos cuanto es el trabajo que a lo largo del año ha de realizar el viticultor para obtener los mejores frutos de sus viñas, las mejores cosechas prometedoras de ricos caldos.  Pero el sarmiento desgajado del tronco de la vid, de la cepa, de nada nos sirve, sino para arrojarlo al fuego y arda. Es necesario que esté bien entroncado en la cepa para que pueda llegar a dar fruto abundante.
Pero si Jesús nos propone esta imagen, esta alegoría de la vid es para hablarnos de que sin El nada somos ni nada podemos alcanzar. La salvación nos viene por Jesús que nos llena de su vida para que podamos alcanzar la vida eterna. Pero esa gracia salvadora de Jesús tiene que ser algo que ha de estar alimentando continuamente nuestra vida. No es solo el momento primero de nuestra unión con Cristo en el Bautismo, por el que nos llenamos de su gracia y de su vida para ser hijos de Dios. Es necesario que siempre mantengamos esa unión con Cristo, para recibir esa savia de la gracia divina que nos vaya fortaleciendo en todo momento para vivir conforme a esa dignidad nueva y a esa salvación que de Cristo hemos obtenido.
‘Yo soy la vid, vosotros los sarmientos, nos dice; el que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante, porque sin mi no podéis hacer nada’. ¿Qué significa permanecer en Cristo y que Cristo permanezca en nosotros? No podemos romper ese vínculo de unión con Cristo que es la gracia divina que nos hará vivir en esa dignidad nueva de los hijos de Dios. Hemos de vivir manteniendo la gracia de Dios en nosotros que podemos perder a causa del pecado. Es la ruptura que nos aleja y separa de Dios.
Vivir en gracia de Dios, ya sabemos, es vivir sin pecado, porque cuando pecamos perdemos esa gracia de Dios. Si tenemos la desgracia de caer en el pecado y se realice esa ruptura en nosotros tendríamos que preocuparnos de restablecer esa unión por la gracia  lo más pronto posible a través del sacramento de la reconciliación.
Pero para vivir en gracia de Dios, sin temor a perder esa gracia divina en nosotros a causa del pecado, hemos de cuidar nuestra vida para alejarnos del pecado; por eso nos es necesaria la oración y nos es necesaria nuestra unión con el Señor a través de los sacramentos. Es lo que habitualmente llamamos una vida de piedad, una vida de relación con Dios. Ahí ha de estar presente en nuestra vida continuamente la Eucaristía como alimento de nuestra vida espiritual, de nuestra fe, de esa gracia divina en nosotros. Comiendo a Cristo en la Eucaristía, comulgando, nos llenamos de su gracia, nos llenamos de su vida que nos fortalece frente a las tentaciones y al pecado.
No se concibe la vida de un cristiano que no viva unido a Cristo; no se concibe la vida de un cristiano que no haga oración para llenarse de Dios; no se concibe la vida de un cristiano que no recibe la gracia de los sacramentos, acercándose a la Comunión en la Eucaristía, pero acercándose también con frecuencia al Sacramento de la Penitencia para recibir el perdón e ir purificando su alma de tantas debilidades y pecados que van afeando la santidad de nuestra vida.
No lo olvidemos: ‘El que permanece en mi y yo en él, ese da fruto abundante, porque sin mi no podéis hacer nada’.

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