No se concibe la vida de un cristiano que no viva unido a Cristo
Hechos, 15, 1-6; Sal. 121; Jn. 15, 1-8
La imagen de la vid o de la viña es una imagen que se
repite en diversos momentos en el evangelio para hablarnos del Reino de Dios y
de los frutos que hemos de dar, como lo hace Jesús con sus parábolas, o para
hablarnos de la necesario unión que hemos de mantener precisamente para dar
fruto, como lo hace hoy.
La vid es una planta que hay que cuidar si queremos
obtener buen fruto de ella; en la parábola Jesús nos hablará como el viñador
preparó su viña con todo cuidado dotándola incluso de una cerca y de un lagar
antes de confiarla a unos labradores que habían de seguirla cuidando para
obtener sus frutos; también en otra parábola nos hablará Jesús de cómo busca a
todas horas obreros para trabajar en su viña. En este sentido va también el
canto de amor del amigo a su viña, del que nos habla el profeta del Antiguo
Testamento. No vamos a entrar ahora ni en las parábolas ni en el texto del
profeta, sino queremos centrar nuestra reflexión en la imagen tal como nos la
propone ahora la última cena.
Hoy nos habla de esa vid que ha de dar fruto, y para
que dé los mejores frutos el labrador la poda y la cuida, porque aquel
sarmiento que no da fruto se arranca para que no entorpezca el fruto de los
demás. Bien sabemos cuanto es el trabajo que a lo largo del año ha de realizar
el viticultor para obtener los mejores frutos de sus viñas, las mejores
cosechas prometedoras de ricos caldos.
Pero el sarmiento desgajado del tronco de la vid, de la cepa, de nada
nos sirve, sino para arrojarlo al fuego y arda. Es necesario que esté bien entroncado
en la cepa para que pueda llegar a dar fruto abundante.
Pero si Jesús nos propone esta imagen, esta alegoría de
la vid es para hablarnos de que sin El nada somos ni nada podemos alcanzar. La
salvación nos viene por Jesús que nos llena de su vida para que podamos
alcanzar la vida eterna. Pero esa gracia salvadora de Jesús tiene que ser algo
que ha de estar alimentando continuamente nuestra vida. No es solo el momento
primero de nuestra unión con Cristo en el Bautismo, por el que nos llenamos de
su gracia y de su vida para ser hijos de Dios. Es necesario que siempre
mantengamos esa unión con Cristo, para recibir esa savia de la gracia divina
que nos vaya fortaleciendo en todo momento para vivir conforme a esa dignidad
nueva y a esa salvación que de Cristo hemos obtenido.
‘Yo soy la vid,
vosotros los sarmientos, nos dice; el que permanece en mí y yo en él, ése da
fruto abundante, porque sin mi no podéis hacer nada’. ¿Qué significa permanecer en
Cristo y que Cristo permanezca en nosotros? No podemos romper ese vínculo de
unión con Cristo que es la gracia divina que nos hará vivir en esa dignidad
nueva de los hijos de Dios. Hemos de vivir manteniendo la gracia de Dios en
nosotros que podemos perder a causa del pecado. Es la ruptura que nos aleja y
separa de Dios.
Vivir en gracia de Dios, ya sabemos, es vivir sin
pecado, porque cuando pecamos perdemos esa gracia de Dios. Si tenemos la
desgracia de caer en el pecado y se realice esa ruptura en nosotros tendríamos
que preocuparnos de restablecer esa unión por la gracia lo más pronto posible a través del sacramento
de la reconciliación.
Pero para vivir en gracia de Dios, sin temor a perder
esa gracia divina en nosotros a causa del pecado, hemos de cuidar nuestra vida
para alejarnos del pecado; por eso nos es necesaria la oración y nos es
necesaria nuestra unión con el Señor a través de los sacramentos. Es lo que
habitualmente llamamos una vida de piedad, una vida de relación con Dios. Ahí
ha de estar presente en nuestra vida continuamente la Eucaristía como alimento
de nuestra vida espiritual, de nuestra fe, de esa gracia divina en nosotros.
Comiendo a Cristo en la Eucaristía, comulgando, nos llenamos de su gracia, nos
llenamos de su vida que nos fortalece frente a las tentaciones y al pecado.
No se concibe la vida de un cristiano que no viva unido
a Cristo; no se concibe la vida de un cristiano que no haga oración para
llenarse de Dios; no se concibe la vida de un cristiano que no recibe la gracia
de los sacramentos, acercándose a la Comunión en la Eucaristía, pero acercándose
también con frecuencia al Sacramento de la Penitencia para recibir el perdón e
ir purificando su alma de tantas debilidades y pecados que van afeando la
santidad de nuestra vida.
No lo olvidemos: ‘El
que permanece en mi y yo en él, ese da fruto abundante, porque sin mi no podéis
hacer nada’.
No hay comentarios:
Publicar un comentario