Cristo resucitado en medio de nosotros despierta nuestra fe para que nosotros contagiemos de esa fe a nuestro mundo
Hechos, 2, 42-47; Sal. 117; 1Pd. 1.3-9; Jn. 20, 19-31
La pregunta podríamos hacérnosla de diversas formas
aunque en el fondo viene a ser lo mismo. ¿Qué nos ofrece el Evangelio? ¿para
qué leemos nosotros el Evangelio? ¿qué es lo que vamos a buscar cuando nos
acercamos a las páginas de la Biblia? ¿unas bonitas y aleccionadoras historias?
Sin mermar en lo más mínimo incluso su belleza
literaria, sin embargo no nos podemos quedar en esto cuando nosotros acudimos a
las páginas de la Biblia. No son simplemente bonitas historias lo que nos
quiere trasmitir. Tenemos que reconocer que para nosotros es la Gran Noticia,
la más grandiosa noticia que podamos escuchar. Una Buena Nueva a la que no nos
podemos acostumbrar, porque caeríamos en una absurda y maléfica rutina, y que
entonces le haría perder su más valioso sentido.
Una grandiosa noticia, por supuesto, que sólo desde la
fe podremos descubrir y una grandiosa noticia que a la fe siempre nos tiene que
conducir. Una grandiosa noticia que para nosotros es vida y nos llena de vida.
Una grandiosa noticia que siempre tiene que producir en nosotros un impacto
grande que nos llene de admiración y provoque en nosotros siempre cantos de
alabanza al Señor.
Fijémonos en cómo termina hoy el texto del Evangelio,
que viene a ser también el final del Evangelio de san Juan. ‘Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús
a la vista de sus discípulos. Estos se han escrito para que creáis que Jesús es
el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre’.
¿Dónde está el centro, el meollo de esa Buena Noticia? Jesús,
el Mesías, el Hijo de Dios, Cristo resucitado es la gran noticia que nos
convoca, que nos llama y nos invita, que transforma nuestra vida, que nos llena
de esperanza, que nos pone en camino, que nos llena de salvación y que nos hará
que siempre tengamos que ser mensajeros de esa salvación para los demás, para
el mundo que nos rodea. Lo hemos venido repitiendo estos días. Cristo es
nuestra salvación y la salvación de nuestro mundo. Es la buena noticia que
recibimos y la Buena Nueva que hemos de saber trasmitir.
En esta octava de Pascua el Evangelio nos habla de
resurrección. Cristo resucitado que se manifiesta a los discípulos encerrados
en el Cenáculo. Y decimos encerrados, porque ya el evangelista se ha encargado
de decirnos claramente que están con las
puertas cerradas por miedo a los judíos. ‘El día primero de la semana… entró
Jesús y se puso en medio, y les dijo: Paz a vosotros’. Es el saludo de Cristo
resucitado. Que no son sólo sus palabras, que es su presencia la que los llena
de paz y en consecuencia de alegría. ‘Se
llenaron de alegría al ver al Señor’.
¿Lo esperaban? ¿habían creído las noticias que habían traído
las mujeres en la mañana que habían ido al sepulcro y lo habían encontrado
vacío hablando de apariciones de ángeles? Allí está Jesús. No se lo terminan de
creer. Como nos sucede a nosotros en tantas ocasiones que la fe se ha puesto a
prueba o se ha debilitado. ‘Les enseñó
las manos y el costado’. Podrían palpar si querían. En el relato de los
otros evangelistas decía que creían ver un fantasma. San Lucas nos dirá que
comió con ellos.
Pero la presencia de Jesús es mucho más. ‘Exhaló su aliento sobre ellos’ y les
dio su Espíritu. Ya para siempre podrían
seguir sintiendo y viviendo su presencia. Presencia que les llenaba de paz y de
gracia; presencia del Espíritu que haría presente para siempre lo que era la
misericordia del Señor; había derramado su sangre para el perdón de los
pecados; ese perdón y esa misericordia de Dios a través de ellos tendría que
seguir haciéndose presente en medio del mundo.
Esa había de ser la Buena Noticia que se ha de seguir
llevando al mundo. Por eso Jesús los envía. ‘Como
el Padre me ha enviado, así también os envío yo’. Y enviados por Jesús
todos han de tener noticia de la salvación, todos podrán acceder a ese perdón y
a esa gracia que El nos ha ganado derramando su sangre, dando su vida por
nosotros. Es la tarea de la Iglesia; es la tarea de
cuantos creen en Jesús. Y la Iglesia ha de mostrarse como madre de
misericordia, porque para siempre ha de hacer presente esa misericordia y ese
perdón de Dios para todos los hombres. Y es de lo que todos nosotros tenemos
que ser signos para los demás, para nuestro mundo, llenando nuestras entrañas
de esa misericordia divina, para que aprendamos también a querernos y
aceptarnos, a perdonarnos y ayudarnos, a caminar como hermanos que se quieren y
actuar siempre con verdadera misericordia en el corazón hacia los demás. Así
seremos signos de esa presencia misericordiosa de Dios en medio del mundo.
Siguiendo el relato del evangelio pudiera parecernos
que aparece una sombra porque Tomás duda, no quiere creer y pide pruebas. ‘Tomás, uno de los Doce, no estaba con ellos
cuando vino Jesús’. Los discípulos le trasmiten la noticia, ‘hemos visto al Señor’, pero él pide
pruebas: ‘si no veo en sus manos la señal
de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano
en su costado, no creo’.
Jesús, por así decirlo, acepta el reto de Tomás, porque
‘a los ocho días, estaban otra vez dentro
los discípulos y Tomás con ellos, y llegó Jesús, estando también cerradas las
puertas, y se puso en medio’, saludándolos también con el saludo de paz. ‘Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae
tu mano, y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente’. Pero
Tomás terminó confesando su fe en Jesús: ‘¡Señor
mío y Dios mío!’
Las dudas de Tomás nos sirvieron para disipar nuestras
dudas; la confesión de fe de Tomás nos enseña a confesar nosotros también la fe
reconociendo en verdad a Jesús como nuestro Señor y como nuestro Dios. Las
reticencias de Tomás nos enseñan a nosotros a dejarnos conducir, a creer en los
testigos de la fe, a descubrir también cuántos a nuestro lado confiesan
valientemente su fe aunque les sea duro.
El entusiasmo con que el resto de los discípulos
trataban de convencer a Tomás animan nuestros entusiasmos, nos hace también a
nosotros valientes y decididos para mostrarnos en verdad como testigos del amor
y de la misericordia frente al mundo que nos rodea. Siendo verdaderos testigos
será cómo podemos convencer al mundo. No podemos conformarnos con los que somos
sino que tenemos que tenemos que tener el arrojo y la valentía de ir a mostrar
al mundo esa Buena Noticia de la misericordia, de la paz, del amor a través de
nuestras obras, de nuestras actitudes, de nuestros comportamientos, también de
nuestras palabras.
Así crecerá en nosotros la fe, pero así despertaremos
la fe en cuantos nos rodean. Hoy tenemos que ser nosotros evangelio de
misericordia y de amor a través de nuestra vida para que el mundo llegue a
conocer a Jesús y el mundo crea y el
mundo pueda alcanzar la salvación. Recordemos el testimonio que se nos
ofrece de las primeras comunidades cristianas. Las obras de la misericordia y
del amor con que nos manifestamos han de ser sacramento de Dios para cuantos
nos rodean. Los signos de amor y de comunión que nosotros demos en nuestras
comunidades serán señales para nuestro mundo de la salvación de Dios.
Quienes nos hemos visto inundados de esa misericordia
de Dios cuando el Señor nos ha visitado y nos ha regalado su perdón a nuestros muchos
pecados no podemos menos que trasmitir ese evangelio, esa buena noticia del
amor de Dios a los demás para que lleguen también a alcanzar esa salvación de
Dios. No nos vale que nos quedemos con las puertas cerradas y llenos de miedo
en el corazón cuando Cristo ha llegado a nuestra vida con su paz. Esas puertas
y esas barreras tienen que saltar para que todos puedan conocer la salvación de
Dios. Jesús tiene que ponerse también en medio del mundo para llenarlo de paz,
pero eso va a depender de nosotros, que con nuestra vida lo hagamos presente.
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