Aprender a amar de verdad para no dejarnos poseer nunca por las cosas y ser capaces de darnos por los demás
1Ped. 1, 3-9; Sal. 110; Mc. 10, 17-27
‘Maestro bueno, ¿qué
he de hacer para heredar la vida eterna?’ ¿qué tengo que hacer para alcanzar la salvación. Fue la
pregunta de aquel joven que se acercó a Jesús con todo su entusiasmo, pero es
la pregunta que también nosotros nos hacemos tantas veces. ¿Estaré haciendo
todo de mi parte para alcanzar la salvación?
Tenemos que ser buenos, nos decimos, respondiendo a la
pregunta, y pensamos como evitar cosas malas o cómo cumplimos los mandamientos
haciendo un repaso por ellos, aunque quizá algunas veces lo hagamos un poco a
la ligera, muy por encima, con no toda la profundidad que tendríamos que
hacerlo.
Jesús es cierto lo primero que le responde a aquel
joven que le hace la pregunta, recordándole de alguna manera que ‘no hay nadie bueno más que Dios’, pero
que en el fondo lo que tenemos que hacer es querer parecernos a Dios y para
ello lo primero que tenemos que hacer es cumplir su voluntad. ‘Ya sabes los mandamientos…’ le dice y
se los detalla. Pero todo eso lo ha cumplido aquel joven desde siempre. Por eso
Jesús le dirá entonces que tenemos que mirar más alto.
Ya en el sermón del monte, nos había dicho que teníamos
que ser perfectos como nuestro Padre del cielo, o como decía el libro del
Antiguo Testamento ‘seréis santos, porque
yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo’. Si queremos ser buenos, queriendo
parecernos a Dios, ahí tenemos el camino de perfección y de santidad que hemos
de vivir.
Jesús hablará ahora de actitudes profundas que hemos de
tener en lo más hondo de nosotros mismos. Ahora le habla de desprendimiento, de
un despojo total para vivir solo en Dios y desde Dios. ‘Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dale el dinero a los
pobres - así tendrás un tesoro en el cielo - y luego sígueme’. Ya nos dirá
en otro momento que donde está nuestro tesoro, estará nuestro corazón.
Quienes creemos de verdad en Dios ponemos toda nuestra
vida en las manos de Dios. Es en Dios en quien ponemos toda nuestra confianza,
arrancando de nosotros todos los apegos terrenos y materiales. Ayer domingo
escuchábamos en el evangelio de Mateo cómo hemos de poner toda nuestra
confianza en el Señor alejando todos los agobios de nuestro corazón. Nuestra
confianza nunca la podemos poner en el dinero ni en las cosas materiales que
poseamos.
Pero no es fácil. A la invitación de Jesús ‘aquel joven frunció el ceño y se marchó
pesaroso, porque era muy rico’, nos dice el evangelista. ‘¡Qué difícil les va a ser a los ricos
entrar en el Reino de Dios!’ Era muy rico y cuando las cosas nos poseen,
porque a la larga cuando tenemos mucho al final no somos nosotros los que
poseemos las cosas sino que las cosas nos poseen a nosotros, terminaremos encerrándonos
en nosotros mismos y quizá mirando para otro lado para no enterarnos de la
necesidad de los demás o del sufrimiento que hay a nuestro alrededor. Como escuchábamos ayer domingo ‘no se puede servir a dos señores… no se
puede servir a Dios y al dinero’.
No es cuestión de ser simplemente buenos; el amor que
va a llenar nuestro corazón cuando nos ponemos en las manos de Dios, porque
sentimos su amor sobre nosotros, nos tendrá que llevar a unas actitudes nuevas,
a una nueva manera de actuar y de vivir. Ese amor no permitirá que nuestro
corazón se encierre sobre sí mismo, porque entonces no sería verdadero
amor.
Por eso el que ama y ama de verdad aprenderá a
compartir, siendo capaz de despojarse de
todo para darlo y darse a los demás. Porque ya no serán solo cosas las que dé,
sino que se dará a sí mismo que es la manifestación más sublime del amor.
Pidámosle al Señor que nos dé su Espíritu para que aprendamos a amar de verdad,
a no dejarnos poseer por las cosas, a vivir en el desprendimiento y en el compartir,
a aprender a darnos de verdad por los demás. Que así merezcamos alcanzar la
vida eterna que el Señor nos regala con su salvación.
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