Hemos contemplado su gloria, gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad
Eclesiástico, 24,
1-2.8-12; Sal. 147; Ef. 1, 3-6.15-18; Jn. 1,1-18
Seguimos celebrando el misterio de la Encarnación y de
la Navidad. Verdadero misterio de luz, de vida, de amor porque es así como Dios
se nos da y se hace presente en medio nuestro. Seguimos sintiendo agradecidos
la emoción de nuestro corazón al contemplar la cercanía de Dios que ha querido
hacerse hombre, encarnándose en el seno de María, para ser en verdad Dios con
nosotros y manifestarsenos en la ternura de un niño. Sobre todo el evangelio de
Lucas que nos da más detalles del nacimiento de Jesús nos hace sentir ese amor
hecho ternura de Dios al contemplar al niño acostado en un pesebre.
Con todo lo bello y emotivo que puede ser todo esto
sabemos que Navidad no es quedarnos en un niño recién nacido, sino descubrir en
El todo el misterio de Dios que así nos
manifiesta su amor para nuestra salvación. Ese niño es el Hijo de Dios, es
nuestro Salvador; será para nosotros nuestra vida y nuestra luz; ese niño que
contemplamos entre las pajas de un pesebre es el Emmanuel, es Dios con
nosotros. No nos quedamos en un Dios niño, sino que queremos contemplar toda la
inmensidad del Misterio de Dios que se nos revela y se nos manifiesta para
traernos la Salvación.
Hoy hemos escuchado el inicio del Evangelio de san
Juan, que ya escuchamos en la misa del día de la Navidad - en la noche
escuchamos el nacimiento que nos narra san Lucas en su evangelio -. No es un
evangelio tan descriptivo en detalles como los evangelios sinópticos, pero sí
en esta primera página nos está hablando igualmente de todo el Misterio de la
Navidad, aunque con un lenguaje más teológico y hasta, si queremos decirlo así,
más poético.
Si cuando leíamos el evangelio de san Lucas en el
relato del nacimiento hablábamos de resplandores celestiales y de luces que
brillaban en la noche de Belén, ahora el Evangelio de san Juan nos hablará de
la Luz y de la Vida; nos hablará de la Palabra de Dios que en Dios estaba desde toda la eternidad porque era
Dios y que al mismo tiempo era vida y la
vida era la luz de los hombres.
No era una Palabra que se quedaba en el silencio del
abismo, por así decirlo, de la inmensidad y de la eternidad de Dios, sino que
es Palabra por quien se hizo todo, pero Palabra que quiere acercarse a nosotros
pero de una forma profunda y permanente para quedarse para siempre en nosotros
y con nosotros, porque quiere plantar su tienda, acampar, en medio nuestro.
Pero esa donación que Dios está haciendo de sí mismo
cuando quiere encarnarse para habitar en medio nuestro, no siempre tiene la
respuesta adecuada por nuestra parte. Porque las tinieblas quieren empañar la
luz, - ‘la luz brilla en la tiniebla,
pero la tiniebla no la recibió’ -. Porque viene a los suyos y los suyos no le recibieron.
Pero esa luz brilla con fuerza, porque es la luz de
Dios, porque es Dios que es vida y quiere la vida para los hombres; hubo
alguien que sí le abrió las puertas de su vida a esa luz y estamos contemplando
a María, aunque sin mencionarla hoy el evangelio de Juan; ella fue la que supo
decir Sí a Dios, abrió su corazón a Dios, y se convirtió en la primera morada
del Emmanuel, del Dios que se encarnaba en sus entrañas para nacer hecho
nuestro salvador. Por eso el ángel llamó a María, la llena de gracia, la que encontró gracia ante Dios de tal manera
que Dios quiso habitar en ella y el
Espíritu Santo la cubrió con su sombra, porque de ella había de nacer el
Hijo de Dios, el Hijo del Altísimo hecho
hombre. ‘El Señor está contigo’, que
le dice el ángel.
María fue la primera, la primicia para que detrás
comenzáramos a desfilar todos aquellos que queremos decirle Sí a Dios, como
María. ‘A cuantos la recibieron, dirá
el evangelio de Juan, les da poder para ser
hijos de Dios, si creen en su nombre’. María dijo Sí y de ella nació el
Hijo de Dios; si nosotros decimos sí con nuestra fe seremos nosotros los que
vamos a nacer para Dios siendo hijos de Dios, porque el hijo de María, el
Emmanuel por su redención nos va a hacer partícipes ya para siempre de la vida
de Dios que nos hace hijos de Dios.
San Juan ya casi al final de sus días en sus cartas
meditará y reflexionará sobre todo eso y se dirá: ‘Mirad que amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios,
pues ¡lo somos!’ Esa nueva filiación no es ni en virtud de la carne o de la
sangre humana por generación natural, sino que va a ser un don de Dios que
recibiremos por el agua y el Espíritu cuando renazcamos de nuevo a esa vida
divina en el Bautismo, como le explicará más tarde Jesús a Nicodemo.
‘Y la Palabra se hizo
carne y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria propia del
Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad’. Seguimos sintiendo la emoción de la
navidad, como decíamos al principio. Sentimos la emoción, el gozo grande en el
alma, de sentirnos tan amados de Dios que le vemos así tan cercano a nosotros,
que planta su tienda entre nosotros, pero porque es tanto su amor que nos hace
partícipes de su gloria cuando de tal manera nos está revelando todo el
misterio de Dios y haciéndonos partícipes de su vida.
Podemos contemplar la gloria de Dios cuando estamos
contemplando a Jesús, ‘gloria propia del
Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad’. De esa gloria y
resplandor de la que nosotros nos llenamos hasta transfigurarnos en El cuando,
porque creemos en su nombre, nos hacemos partícipes de la vida de Dios. Pero
podemos llegar a contemplar y conocer a Dios porque la Palabra que nos revela a
Dios está con nosotros y se convierte para nosotros en vida y en luz.
Pero es que ‘a
Dios nadie lo ha visto jamás: Dios, Hijo único que está en el seno del Padre,
es quien nos lo ha dado a conocer’, como termina diciéndonos el evangelio
de hoy. Porque también nosotros nos hacemos pequeños y humildes, porque
aprendemos a dejarnos conducir por el Espíritu del Señor a nosotros se nos
revela Dios. Recordemos que fueron unos pobres pastores que estaban al raso
cuidando sus rebaños en la fría noche de Belén los que recibieron el anuncio
del ángel, contemplaron la gloria del cielo y acudieron a la ciudad de David
para contemplar la gloria del Señor como les había anunciado el ángel.
Ya más adelante dará gracias Jesús a lo largo del
evangelio porque ‘los misterios de Dios
se revelan a los pequeños y a los sencillos y se ocultan a los sabios y
entendidos’, porque además ‘nadie
conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar’. ‘El
Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad, que está en el seno del
Padre, es quien nos lo ha dado a conocer’.
Con san Pablo tenemos que decir: ‘Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha
bendecido en la persona de Cristo con toda clase de bienes espirituales y
celestiales’. Sí, bendecimos a Dios que así se nos revela, así se nos manifiesta, así quiere estar en medio
nuestro. Bendecimos a Dios que nos ha elegido y nos ha llamado para revelarnos
el misterio de Dios, para hacernos partícipes de su vida, para regalarnos su
salvación. No nos podemos cansar de bendecir a Dios.
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