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domingo, 1 de septiembre de 2013

Un amor primero, universal y sin esperar recompensa

Eclesiastico, 3, 19-21.30-31; Sal. 67; Hb. 12, 18-19.22-24; Lc. 14, 1.7-14
Lo que nos dice hoy el evangelio, al menos en su primera parte, nos pueden parecer unas normas elementales de urbanidad y buenas maneras a la hora de sentarnos a la mesa cuando somos invitados. Pero si nos detenemos un poco a reflexionar lo que nos dice Jesús y las sentencias que nos da como conclusión podemos descubrir algo elemental, sí, pero fundamental para nuestro comportamiento como cristianos.
Jesús aprovecha cualquier ocasión para dejarnos su mensaje siempre con la novedad del evangelio, de la buena nueva de salvación que para nosotros es su palabra y su presencia. Jesús observa la manera de actuar de aquellos que han sido invitados también a la mesa, aunque ya el evangelista nos dice que ellos estaban también al acecho de lo que Jesús hiciera o dijera. ‘Notando, nos dice, que los invitados escogían los primeros puestos’. Cuántos codazos y carreras nos damos en la vida por los lugares de honor. Sucedía entonces y sigue sucediendo hoy, porque las ambiciones del corazón siguen estando presentes. Cuantos ejemplos podríamos poner de la vida de cada día en todos los ambientes.
El mensaje que Jesús nos está dejando en este episodio es uno con el mensaje repetido del evangelio en cuanto a la manera de actuar y de vivir de los que le siguen. Me recuerda el fondo de este mensaje la reflexión que en cierta ocasión escuché de cómo había de ser nuestro amor para ser semejante al amor que el Señor nos tiene. El amor verdadero es un amor primero, un amor universal y un amor sin esperar recompensa, como lo es el amor de Dios.
Un amor primero porque el amor siempre se adelanta, no está esperando a ser amado para amar. Si amar es darse, no espera a que le den, sino antes se da él. Así es el amor de Dios, un amor primero, porque como nos enseña san Juan en sus cartas ‘el amor no consiste en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que El nos amó a nosotros y envió a su Hijo para liberarnos de nuestros pecados’. Dios se adelantó en su amor hacia nosotros, cuando nosotros estábamos en nuestro pecado; se adelantó a amarnos enviándonos a su Hijo para llenarnos de su amor. No es otra cosa la redención y la salvación que recibimos en Jesús.
Así tiene que ser nuestro amor en que no esperamos a ser amados sino que nosotros amamos porque ahí está la esencialidad del amor, en la generosidad para darse siempre y primero. Por eso nuestro amor es un amor universal, un amor a todos sin distinción; ya nos enseñará Jesús que hemos de amar a los enemigos también o a aquellos que nos hayan hecho daño. Recordemos todo el mensaje del Sermón del Monte.
Y en esa generosidad y disponibilidad del amor, y en esa universalidad, amamos no porque pensemos cobrarnos ese amor que le tenemos a los demás, sino que somos capaces de amar sin esperar recompensa. Lo contrario sería, podríamos decir, como una compraventa de nuestro amor, o de las cosas buenas que nosotros hagamos por los demás. No sería un amor generoso porque no sería un amor gratuito.
Yo diría que en ese sentido está lo que Jesús nos está enseñando hoy. No buscamos reconocimientos ni honores; por eso nos dice que no pretendamos puestos principales en la mesa; ‘vete a sentarte en el último puesto’, nos dice Jesús. En consonancia está lo que le escuchábamos al sabio del Antiguo Testamento en la primera lectura: ‘Hijo mio, en tus asuntos procede con humildad, y te querrán más que al hombre generoso. Hazte pequeño en las grandezas humanas, y alcanzarás el favor de Dios’.
¿No nos recuerda esto lo que Jesús les dijera a los discípulos cuando discutían por los primeros puestos? ‘El que quiera ser primero y principal hágase el último y el servidor de todos’. Hoy nos deja Jesús casi como un resumen la hermosa sentencia: ‘Porque todo el que se enaltece, será humillado; y el que se humilla será enaltecido’. Nos lo repetirá más veces en el evangelio.
Pero todo eso se viene a completar con lo que finalmente nos enseñará Jesús. ¿A quién hemos de buscar cuando vamos a dar una comida o un banquete? ¿A quién principalmente hemos de hacer el bien? ¿A quién nos puede corresponder? Como decíamos antes fijándonos en el estilo del amor de Dios para convertirlo en nuestra manera de amar, amamos sin buscar recompensa. ‘Por eso, cuando des un banquete invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos; dichoso tú, porque no pueden pagarte; te pagarán cuando resuciten los muertos’.
Pero hemos de reconocer una cosa. ¡Cuánto nos cuesta llegar a pensar así y actuar de esta manera! Pensemos en el día a día de nuestra vida y de nuestras relaciones con los demás. Cuánto nos gusta que nos reconozcan las cosas buenas que hacemos y que se sientan agradecidos hacia nosotros nosotros por lo que hayamos podido hacer por ellos. Qué sí, que estamos buscando reconocimientos, que nos digan lo buenos que somos, que reconozcan lo que un día hicimos por ellos, que nos estén eternamente agradecidos. Se nos cae la baba cuando  nos dan una plaquita. Nos quejamos fácilmente, ‘mira tú ése cómo se porta conmigo, con todo lo que yo he hecho por él…’ Cuantas veces lo pensamos en nuestro interior si nos sentimos desairados por algo o por alguien; y no solo lo pensamos sino que de alguna manera lo manifestamos.
Ya habremos escuchado aquello de ‘haz bien, y no mires a quien’. Lo importante es lo bueno que tú hagas a favor de los demás. Y no lo hagamos nunca esperando una recompensa o un reconocimiento. Dale más bien gracias a Dios que ha puesto esa capacidad de amor en tu corazón y sé siempre generoso con los otros. Y siempre con mucha humildad, porque si dejas meter el orgullo en el corazón, si te llenas de soberbia porque no te lo reconocen, estás maleando todo eso bueno que hayas podido hacer.
‘Los justos se alegran, gozan en la presencia de Dios, rezábamos en el salmo, rebosando de alegría’. Que sintamos en nuestro corazón siempre la alegría del amor que repartimos con generosidad. No esperamos a ser amados para amar, sino que nuestro amor vaya siempre por delante. Seamos los primeros en hacer el bien, sin que nos lo pidan, porque rebosemos de generosidad en nuestro corazón.
Tenemos tantas oportunidades si queremos de ser generosos y de hacer el bien. Llena siempre tu corazón de compasión y de misericordia. Adelántate a ver donde está quizá la necesidad, donde puedes tener el detalle de tu delicadeza de amor y haz el bien calladamente. Tu mano derecha no ha de saber lo que hace tu mano izquierda, pero Dios que ve nuestro corazón te premiará y lo hará con una recompensa eterna. Atesora un tesoro en el cielo, como escuchamos en el evangelio. ‘Te pagarán cuando resuciten los muertos’, que nos decía Jesús en el evangelio. Y esa paga de vida eterna sí que es valiosa. 

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