Que se nos abran nuestros oídos para escuchar su Palabra
Gén. 32, 22-32; Sal. 16; Mt. 9, 32-38
‘Echó el demonio y el
mudo habló’. Pero
las reacciones son diversas. Por una parte ‘la
gente decía admirada: nunca se ha visto en Israel cosa igual’ mientras los
fariseos achacaban al poder del jefe de los demonios lo que Jesús hacía.
Mientras Jesús seguirá ‘recorriendo
ciudades y aldeas, enseñando, proclamando el evangelio del Reino y curando
todas las enfermedades y dolencias’.
Reacciones diversas, las tenemos nosotros también.
Jesús quiere sanarnos, salvarnos; continuamente nos está ofreciendo su Palabra,
su gracia, su misericordia y nosotros no terminamos de vivir santamente como
tendríamos que vivir. Nos hacemos oídos sordos. Como diría Jesús en otra
ocasión ‘no hay peor ciego que el que no
quiere ver’, no hay peor sordo que el que no quiere oír. Necesitaríamos
también que Jesús llegase hasta nosotros y nos pusiese su mano en nuestro
corazón, en nuestra vida, para que terminemos de comenzar a ver, de terminar de
abrir nuestros oídos para escuchar. Jesús quiere, pero no siempre somos nosotros
los que queremos.
Es significativo este milagro que estamos comentando
que ha hecho Jesús. Precisamente las señales que anunciaban los profetas para
los tiempos mesiánicos van por este camino. Ello entraba en lo que decía el
profeta Isaías en aquel texto que Jesús proclamó en la sinagoga de Nazaret.
Eran las señales por las que habían de reconocer que Jesús estaba lleno del
Espíritu del Señor que ungido por Dios era enviado a anunciar la Buena Noticia
a los pobres y la liberación para todos. Cuando Juan envíe a sus discípulos a
preguntar si era Jesús el que había de esperar, esos fueron los signos que
Jesús realizó. ‘Id y contad a Juan lo que
habéis visto y oído…’ les diría Jesús.
Un día el profeta Isaías había dicho ‘aquel día los sordos oirán las palabras del
libro, los ojos del ciego verán sin tinieblas ni oscuridad, volverán los
humildes a alegrarse con el Señor y los más pobres exultarán con el santo de
Israel’. Es lo que vamos viendo que se realiza en el Evangelio.
‘Tú no quieres
sacrificios ni ofrendas, pero me abriste el oído… entonces yo digo: Aquí estoy,
para hacer lo que está escrito en el libro sobre mí’, rezamos con los salmos. Y es lo que
tenemos que pedirle al Señor. Que nos abra nuestros oídos de nuestro corazón
para escucharle, para escuchar su Palabra. Cuánto nos cuesta. Hemos de poner
toda nuestra fe para decirle sí. Para escuchar y para aceptar, para plantar en
nuestro corazón.
Hemos visto en el evangelio en la reacción de aquellos
fariseos los que nos querían escuchar ni aceptar. Ante sus ojos se estaban
realizando las maravillas del Señor pero no eran capaces de descubrirlas; se
cerraban a la fe; se cerraban a la acción de Dios. Más aún tenían tan lleno de
malicia su corazón que no solo no eran capaces de descubrir y aceptar esa
acción de Dios, sino que incluso lo mezclaban con el mal, atribuían al poder
del maligno la acción maravillosa de Dios que se realizaba en Jesús.
Son las malas interpretaciones que hacemos muchas veces
de la Palabra que el Señor nos dirige; porque nos falta humildad para aceptar
lo que Dios nos dice o nos pide; porque también llenamos nuestro corazón de
malicia y vemos intenciones torcidas en los demás o en lo que se nos pueda decir;
porque nos resistimos a ese cambio del corazón, a ese cambio de actitudes, a
corregir todo eso que nos ciega o nos cierra no solo los ojos y oídos sino el corazón.
Por eso con humildad y queriendo poner también mucho amor acudimos a Jesús para
que nos sane, para que nos cure todo ese mal que llevamos tantas veces por
dentro, para que llegue la salvación a nuestra vida.
Una última consideración en torno a este evangelio,
aunque es un aspecto al que se hacía mención ya en el evangelio del domingo. ‘Al ver a las gentes se compadecía de ellas,
porque estaban extenuadas y abandonados, como ovejas sin pastor’. Por eso
invita a que roguemos al dueño de la mies que envíe trabajadores a su mies.
Recemos, sí, para que sean muchos los llamados, sean muchas las vocaciones;
pero recemos también para que sepamos siempre aceptar esa Palabra que de parte
del Señor nos hacen llegar los pastores que en el nombre de Jesús y con la
fuerza de su Espíritu están conduciendo a la Iglesia. Que tengamos fe y
humildad para escuchar la Buena Nueva que nos anuncian, el Evangelio de Jesús
que nos trasmiten.
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