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domingo, 4 de noviembre de 2012


Profesión de fe que nos conduce por los caminos del amor

Deut. 6, 2-6; Sal. 17; Hb. 7, 23-28; Mc. 12, 28-34
Una profunda profesión de fe que nos conduce necesariamente a un camino de amor. Es un primer resumen del mensaje que llega a mi corazón y a mi vida desde la Palabra de Dios hoy proclamada.
Confesamos nuestra fe en Dios, nuestro único Señor. Es lo que pedía Moisés a su pueblo. Lo hemos escuchado en la primera lectura. Es la respuesta de Jesús ante la pregunta del escriba. Jesús no quita ni una coma de lo que estaba escrito en la ley. ‘No he venido a abolir la ley y los profetas’, nos dice en el sermón de la montaña. Jesús viene a dar plenitud. Y es lo que ahora repite Jesús.
Un escriba se había acercado a Jesús para preguntarle ‘¿qué mandamiento es el primero de todos?’ Y comienza Jesús recordando la profesión de fe que les había enseñado Moisés y que todo buen judío repetía cada día muchas veces. ‘Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor’. Es único no es sólo decirnos que hay un solo Dios, sino que es el único porque no hay nadie mayor que El, nadie está por encima de Dios; es el más grande y el más poderoso, el Todopoderoso que creó cielo y tierra. Es por donde comenzamos también nosotros confesando en el Credo.
Pero esta profesión de fe en el único Dios, ¿a qué nos lleva?, ¿a llenarnos de temor ante su grandeza y poderío? Todo lo contrario, esa grandeza del Dios único nos lleva a amarle, nos llevar a una vida de amor.
Podría parecer que al afirmar la grandeza del Dios único y todopoderoso, la criatura ha de sentirse anonadada y llenarse de temor. Sin embargo no es así. Algunos no lo entienden, no terminan de entender lo que es realmente nuestra fe. Piensan quizá que la fe les puede anular, que la fe está en contra de todas las realidades humanas, que la fe nos empequeñece. En esa duda quieren negarlo todo y quieren negar la fe quizá por un orgullo nacido de no haber entendido realmente lo que es tener fe, no haber entendido bien lo que la fe engrandece al hombre.
¡Qué responsabilidad más grande tenemos los creyentes de dar una buena imagen de la fe! ¿Nos faltará descubrir algo aún? Porque como creyentes tendríamos que saber vivir la vida en plenitud; la fe nos responde a los interrogantes más hondos y llena los vacíos de nuestras dudas y como creyentes tendríamos que sentirnos seguros y alegres de nuestra fe. La fe tendría que llenar nuestra vida de optimismo y de alegría de manera que la contagiemos a los demás que quizá tengan que preguntarse por qué ese optimismo y esa alegría con que vivimos los creyentes a pesar de momentos oscuros, dificultades o contratiempos.
Fijémonos cómo siguen las palabras de Jesús, que son las mismas palabras de Moisés. ‘Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser’. Son las palabras que desde Moisés se habían quedado grabadas en la memoria de todo creyente y nunca podrán olvidarse. Pero Jesús añade con palabras también de la Escritura santa. ‘El segundo es éste: amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay mandamiento mayor que estos’.
Eso es lo más que vale en la vida. No son necesarios los holocaustos y sacrificios. La verdadera ofrenda que ha de hacer el hombre es la del amor. Ya lo venía a confirmar el letrado que merecería que Jesús le dijera que no estaba lejos del Reino de Dios. Un amor que ha nacido de la fe que tenemos en Dios, una fe que ha nacido de Dios para que la respuesta que le demos a Dios es amarle y amarle sobre todas las cosas, porque es el único. Y que cuando le amemos a El necesariamente estemos amando también al prójimo. Entonces podremos entender lo que nos engrandece nuestra fe, porque en el amor nos lleva por caminos de plenitud.
Algunas veces escuchamos decir ‘yo soy cristiano porque amo a los demás’. Cuidado, no es sólo eso. Es necesario amar a los demás, pero a los demás los podemos amar por distintos motivos o con distintas medidas. Y el cristiano para ese amor a los demás tiene que partir del amor de Dios. Porque creo en Dios, le amo; porque creo en Dios y amo a Dios, le manifestaré ese amor en el amor que le tengo a mis hermanos. Ya para siempre han de ser inseparable ese amor a Dios y ese amor al prójimo. Y las medidas del amor ya comenzarán también a ser distintas como nos enseñará Jesús.
Nunca me vale decir, bueno, como yo amo a Dios y lo amo sobre todas las cosas, ya lo tengo todo porque tengo asegurada mi relación con Dios y ya me desentiendo de mis hermanos, ya me desentiendo del prójimo. Como será insuficiente decir que yo amo a los demás y no necesito amar a Dios. No sería de ninguna manera un amor cristiano. No podríamos llegar entonces a la altura y profundidad que ha de tener desde Cristo el amor del cristiano. Ya para siempre la medida de mi amor será Dios, el Dios en quien creo y que va a motivar todo mi amor y va a darme la medida de ese amor.
No es un simple humanismo, aunque tiene mucho de humanismo; no es simplemente altruismo en el que por una simpatía o empatía con el semejante yo trato de sentir como mío lo que le sucede al prójimo. Ese humanismo que vive el cristiano, ese amor al hombre va a tener un tinte y un color distinto, el que naciendo de nuestra fe se empapa del sentido de Cristo, del sentido cristiano.
El amor cristiano va mucho más allá, porque parte de Dios y luego va a trascender mi vida en Dios. Esto habrá muchos en nuestro entorno que no lo entiendan. Un problema para llegar a entender eso es la debilidad de la fe o la falta de fe. Como decíamos antes, motivados quizá por prejuicios hay quien no quiere creer en Dios, no acepta o rechaza a Dios, o también porque desconocen la verdadera imagen de Dios, porque se lo han hecho a su manera.
Y en esto los creyentes, los que creemos en Jesús y queremos seguirle viviendo en su mismo amor tenemos que dar un testimonio muy nítido desde la autenticidad de nuestra fe y desde la autenticidad de nuestro amor. Algunas veces no llegamos a acompañar con las obras de nuestra vida lo que nuestras palabras dicen creer. Otras veces nos mostramos inseguros en nuestra fe, no somos valientes para proclamarla y defenderla. Y en ocasiones espiritualizamos tanto nuestra fe, que le hacemos perder ese humanismo del amor y se nos puede quedar en ideas, en principios, en doctrinas o teorías y no llegamos a traducirla de verdad en las obras del amor.
¡Qué responsabilidad más grande tenemos cuando no damos ese testimonio claro, diáfano, brillante, entusiasta, alegre, comprometido de nuestra fe y en consecuencia de nuestro amor cristiano! Hacen falta testimonios así en medio de nuestro mundo. cuando ahora están preocupados en la Iglesia por la nueva evangelización de nuestro mundo que se ha enfriado en su fe y en el conocimiento de Jesús, ese testimonio valiente y alegre que demos de creyentes atraerá a los que están a nuestro lado de nuevo por los caminos de la fe.
Que como terminaba reconociendo el letrado nosotros también reconozcamos la grandeza de nuestra fe en Dios, nuestro único Señor ‘y que amarlo con todo el corazón, con todo el entendimiento y con todo el ser y amar al prójimo como uno mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios’.
Ojalá también nos diga a nosotros Jesús: ‘No estás lejos del Reino de Dios’.

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