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viernes, 3 de junio de 2011

Se alegrará vuestro corazón y nadie os quitará vuestra alegría


Hechos, 18, 9-18;

Sal. 46;

Jn. 16, 20-23

Una palabra en referencia a lo escuchado en los Hechos de los Apóstoles. Podríamos decir que en lo que hemos escuchado ayer y hoy hemos contemplado el nacimiento de la comunidad cristiana de Corinto. Habíamos visto a Pablo predicando en Atenas, pero nos decía que ‘dejó Atenas y se fue a Corinto’. Corinto era una ciudad muy importante sobre todo en el aspecto comercial por su puerto que era entrada a todo el comercio que realizaban los griegos con los pueblos vecinos. Si Atenas era la ciudad de la cultura y de las artes, Corinto era la ciudad rica por su comercio.

Va a surgir allí una comunidad muy importante y en referencia a la cual estamos acostumbrados a escuchar en la proclamación de la Palabra de Dios las cartas de San Pablo a los Corintios. La visitará el apóstol en varias ocasiones y estará también al tanto de los problemas que van surgiendo en aquella comunidad. Sus cartas, conservamos dos pero seguro que escribió alguna más, vienen a ser como respuesta a los problemas que iban surgiendo en aquella comunidad y que Pablo quería iluminar y corregir. A través del año litúrgico tenemos ocasión de escuchar en muchísimas ocasiones textos de las cartas de san Pablo a los cristianos de Corinto.

Pero fijémonos en el evangelio que es una continuación exacta del escuchado ayer. Se repiten hoy, incluso, el último versículo leído ayer. Sigue hablando Jesús de la alegría repitiendo esta palabra en los tres escasos versículos leidos en varias ocasiones. ‘Vuestra tristeza se convertirá en alegría… volveré a veros y se alegrará vuestro corazón y nadie os quitará vuestra alegría’, vuelve a repetir. Y pone el ejemplo de la madre que da a luz y de su ‘alegria porque al mundo le ha nacido un hombre’.

Nos viene bien esta insistencia de Jesús, porque por nuestra falta de alegría muchas veces parecemos tristes cristianos. Y tenemos los mayores motivos del mundo para vivir alegres. San Pablo también en sus cartas nos insistirá en que vivamos alegres en el Señor. Nos habla Jesús de la alegría que sentiremos al volver a encontrarnos con El. Ya hacíamos ayer referencia a la alegría de la pascua, al contemplar a Cristo vivo y resucitado después de todo el sacrificio y duelo de la pasión y la cruz.

Se ha de sentir alegre el que experimenta un encuentro vivo por la fe en el Señor. Se ha de sentir alegre quien se siente amado por Dios. Se ha de sentir alegre el hombre de fe que pone toda su confianza en el Señor y de El se siente en todo momento protegido y amado. Se ha de sentir alegre el que tiene paz en su corazón, y la más grande paz que nosotros experimentamos es cuando nos sentimos perdonados y salvados por el Señor.

Se ha de sentir alegre el que tiene esperanza en su corazón porque además le ha dado trascendencia a su vida y sabe que camina hacia una vida en plenitud con Dios. Se ha de sentir alegre el que ama y se da por los demás, el que busca la paz para los otros, y el que lucha por todo lo bueno, porque allá en lo hondo de su conciencia se siente satisfecho en el Señor por todo lo bueno que realiza. Se ha de sentir alegre el que busca un mundo nuevo y se compremete por irlo construyendo día a día sembrando semillas de amor, de esperanza, de justicia, de verdad, de ilusión, de paz, que sabe que un día han de fructificar.

Qué dicha siente en su corazón el que es capaz de olvidarse de sí mismo para entregarse por los demás. Qué dicha siente en su corazón el que sabe vivir su vida con rectitud no dejándose embaucar por lo malo, y aunque muchas veces la lucha por superarse sea dura, al final sentirá el gozo más hondo en su corazón.

Decíamos antes que necesitamos aprender a vivir esa alegría en el Señor. No podemos vivir entre amarguras y angustias quienes tenemos esperanza. No podemos dejar que los problemas y dificultades enturbien esa alegría que hemos de sentir en el corazón cuando amamos de verdad al Señor. Lo triste es que muchas veces nos encontramos con personas que se dicen creyentes en Jesús y sin embargo no saben trasmitir alegría y paz a los que los rodean.

Pidamos al Espíritu del Señor que nos inunde con su alegría, con su paz, con su amor y de ello sepamos contagiar a nuestro mundo, para que sepamos todos encontrar la verdadera alegría. Que nada ni nadie nos pueda quitar esa alegría que encontramos en el Señor.

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