Hebreos, 4, 1-5.11;
Sal. 77;
Mc. 2, 1-12
Jesús va recorriendo los caminos y los pueblos de Galilea anunciando el Reino de Dios. ‘Vamos a otros lugares’, había dicho. Su Palabra es Palabra de vida y de salvación. Hoy nos lo va a mostrar con todas sus consecuencias. Su fama se extendía. Nos había comentado el evangelista que en ocasiones no entraba en los pueblos sino que se quedaba en el descampado y aún así acudían muchos.
Ahora ha llegado de nuevo a Cafarnaún y ‘acudieron tantos, que no había sitio ni a la puerta’. Y el seguía anunciando la Buena Noticia del Reino de Dios para despertar la fe de aquellas gentes y desearan en verdad la salvación que El venía a ofrecernos. Los hechos que nos narra hoy el evangelio ayudan a despertar esa fe aunque haya algunos que lo rechacen, pero al final todos darán gloria al Señor. ¿No es la gloria de Dios lo que hemos de buscar? Con Cristo, por Cristo y en Cristo nosotros queremos dar todo honor y toda gloria al Padre del cielo. Eso queremos hacer en la Eucaristía que celebramos pero es lo que queremos que sea toda nuestra vida.
Le traen un paralítico. ‘No pueden meterlo por el gentío, levantaron unas tejas encima de donde estaba Jesús, abrieron un boquete y descolgaron la camilla con el paralítico a los pies de Jesús’. Allí hay fe. Lo destaca el evangelista. ‘Viendo la fe que tenían’. Bueno, ¿veremos a Jesús levantar de su camilla al paralítico? Pero lo que Jesús le va a decir es ‘hijo, tus pecados quedan perdonados’. Pero ¿no habían traído a aquel hombre para que Jesús lo curara? Y Jesús lo cura, sí, lo sana del mal más profundo que puede afectar al hombre. Perdona sus pecados. Es la salvación que Jesús viene a ofrecernos.
No todos lo entenderán. Por allí están los letrados haciendo juicios en su interior. ‘Este blasfema. ¿Quién puede perdonar pecados sino Dios? ¿cómo habla así?’. Pero allí estaba quien podía perdonar pecados. Allí estaba quien iba a derramar su sangre para el perdón de nuestros pecados. Allí estaba el Hijo de Dios que se había hecho hombre para nuestra salvación, el Dios compasivo y misericodioso que nos está ofreciendo siempre su amor y su perdón, su vida y su gracia.
Vamos a ver, ¿no es el poder de Dios el que puede restablecer la salud al enfermo, el movimiento a aquellos miembros inválidos, hacer volver a la vida a los muertos? Quien podía hacer levantar a aquel hombre de su camilla solo con su Palabra salvadora, es también el que por esa misma Palabra de Salvación puede darnos el perdón de Dios. ‘Para que veáis que el Hijo del Hombre tiene poder para perdonar pecados, entonces le dijo al paralítico: contigo hablo. Levántate, coge tu camilla y vete a tu casa… y se quedaron atónitos y daban gloria a Dios diciendo: nunca hemos visto una cosa igual’.
Queremos nosotros también dar gloria a Dios. No hemos terminado de agradecer lo suficiente lo que el Señor nos regala cuando nos perdona los pecados. También tendríamos que decir ‘no hemos visto una cosa igual’. El Señor nos ama y nos perdona. Con qué gozo tendríamos que ir nosotros hasta Jesús cuando celebramos el sacramento del perdón, el sacramento de la Penitencia.
Vamos quizá muchas veces más bien abrumados por la vergüenza de tener que decir los pecados, muy preocupados que no nos falte nada de la lista de las cosas que hemos hecho mal para decirlas con todo detalle, pero pensamos menos en ese encuentro con Jesús que vamos a vivir en el sacramento. Y es esto en lo que tendríamos que prestar más atención, para ir, con humildad sí, pero con mucho amor y con el anticipo ya de la alegría que el Señor nos va a dar cuando nos regale su perdón.
Es algo en lo que tenemos que pensar y para lo que más tendríamos que prepararnos. Triste sería que fuéramos al Sacramento, pero no saliéramos con el gozo en el alma de ese encuentro de amor con el Señor, con esa paz honda que Cristo nos regala con su amor y su perdón. En este sentido mucho tendríamos que revisar sobre la forma cómo nos confesamos, o mejor, cómo celebramos este sacramento de alegría y de paz que es el Sacramento de la Penitencia.
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