Hebreos, 2, 5-12;
Sal. 8;
Mc. 1, 21-28
Ayer de una forma genérica se nos decía en el evangelio que ‘Jesús marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios’, anunciando la llegada del Reino de Dios y la conversión para creer en El.
Llama a unos primeros discípulos, los pescadores del lago de Galilea, que le siguen, pero hoy vemos a Jesús que va a la sinagoga a enseñar. ‘Cuando fue el sábado siguiente a la sinagoga a enseñar se quedaron asombrados de su enseñanza’, pero pronto comienzan los signos que les hará preguntarse más estupefactos ‘¿Qué es esto? Este enseñar con autoridad es nuevo. Hasta a los espíritus inmundos les manda y le obedecen’.
Jesús está manifestando que llega el Reino de Dios. Claro que había que convertirse, darle la vuelta a la vida, para creer en el Reino de Dios. Lo está manifestando con obras y palabras. Ahí está su enseñanza que poco a poco iremos descubriendo en el evangelio. Pero ahí están las señales de que el Reino de Dios llega. No son sólo palabras sino que es una realidad.
Decir Reino de Dios es decir que Dios es el único Rey, el único Señor de nuestra vida. De nada más ni de nadie podemos ser si reconocemos el Reino de Dios. Ahí está el signo que Jesús realiza. ‘Estaba precisamente en la sinagoga un hombre que tenía un espíritu inmundo y se puso a gritar’. Es decir, un hombre poseído por el mal, por el maligno. Cristo viene a vencer ese mal, a derrotar el maligno para que al final Dios sea el único Señor de nuestra vida. Ahí en ese milagro está el signo de que llega el Reino de Dios, el Reinado de Dios.
‘¿Qué es esto?’ ¿Qué autoridad es ésta que tiene Jesús? Era la pregunta que se hacían las gentes asombradas, estupefactos por lo que está sucediendo. A muchos les costará entender lo que Jesús hace, el mensaje de Jesús. Será la lucha, por decirlo de alguna manera, que veremos a lo largo de toda su vida en el evangelio. Y seguirá sucediendo así porque aún muchos no terminar de reconocer en verdad quien es Jesús. No olvidemos que cuando hace el primer anuncio del Reino de Dios que llega pide fe y conversión. Es lo que seguimos nosotros necesitando.
Necesitamos, sí, reavivar nuestra fe en Jesús. Tenemos que pedírselo también, porque todo es gracia y la fe es don sobrenatural que Dios nos da y al que nosotros hemos de ir respondiendo con nuestra vida. Necesitamos esa apertura de nuestro corazón para dejarnos transformar por El. Que se realice ese cambio de nuestro corazón, de nuestra mentalidad, de nuestras actitudes.
Cristo sigue viniendo a nosotros para liberarnos del mal, de la muerte, del pecado. Algunas veces ante la presencia de Jesús, de su Palabra y de su gracia ponemos reticencias. Como aquel hombre de la sinagoga de Cafarnaún nos resistimos. ‘¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres: el Santo de Dios’.
La resistencia la ponemos cuando no hacemos todo lo posible para dejarnos transformar por la gracia del Señor; cuando hacemos oídos sordos a su Palabra; cuando pensamos que ya nosotros somos buenos y nada tenemos que cambiar; cuando seguimos dejando meter en nuestro corazón actitudes orgullosas, cuando nos falta humildad. Pueden ser tantas cosas en las que ponemos resistencia porque el pecado sigue estando en nuestra vida y no luchamos lo suficiente para vencer en la tentación.
Dejémonos hacer por el Señor. Dejémonos impresionar por las obras maravillosas que Jesús sigue haciendo en nosotros y en los que nos rodean. Alguna vez hemos hablado de que hemos perdido la capacidad de asombro ante las cosas de Dios. Recuperémosla. Seamos capaces de asombrarnos ante el actuar de Dios en nuestra vida. El sigue llegando a nosotros con su gracia. No la desaprovechemos.
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