Is. 42, 1-4.6-7; Sal. 28; Hechos, 10, 34-38; Mt. 3, 13-17
El bautismo de Jesús en el Jordán, que hemos escuchado en el relato del evangelio fue una impresionante Epifanía. Hemos venido contemplando la gloria del Señor desde su nacimiento en Belén en muchos signos que se iban manifestando en cada uno de los momentos. Hoy, allí en el Jordán, se manifiesta en todo su esplendor la gloria del Señor.
Comencemos por recordar el sentido o el significado del bautismo de Juan en el Jordán. El Bautista invitaba a las gentes a preparar los caminos del Señor y un signo por el cual manifestaban su arrepentimiento y sus deseos de conversión era el sumergirse en las aguas del Jordán. Aquel bautismo tenía un sentido penitencial. Sintiéndose pecadores y con esos deseos de conversión acudían a Juan para que los bautizara.
Pero allí se acerca Jesús, el que no tenía pecado, en la fila de los pecadores que acudían a que Juan los bautizara. ¿Lo necesitaba Jesús? El es el justo y el santo de Dios. En El no había pecado, pero quería cargar con nuestros pecados. No sería un bautismo de agua el que en verdad nos purificara, el que iba a redimirnos. Sería su sangre derramada en la Cruz; sería la entrega de su vida; sería su amor redentor. Por eso diferenciamos bien el bautismo de Juan al bautismo que nosotros recibimos en nombre de Jesús.
‘Soy yo el que te necesita que Tú me bautices, ¿y acudes a mí?, intentaba Juan disuadirlo… Cumplamos lo que Dios quiere’, le replica Jesús. Ya Juan había sido santificado en el seno de su madre cuando la visita de María a Isabel. Grande era la misión que realizaba Juan preparando los caminos del Señor, señalándonos al que había de venir para traernos la salvación. ‘Cumplamos lo que el Señor quiere’. Iban a manifestarse allí las maravillas del Señor como imagen también del nuevo Bautismo.
‘Juan se lo permitió’, como dice el evangelista. Pero comenzaron a suceder cosas maravillosas. Se manifestaba la gloria del Señor. Era el por qué de Jesús acudir al bautismo de Juan. Se nos iba a decir en verdad quien era Jesús. ‘Apenas se bautizó Jesús, salió del agua; se abrió el cielo y vio que el Espíritu de Dios bajaba como una paloma y se posaba sobre El. Y vino una voz del cielo que decía: Este es mi Hijo, el amado, el predilecto’.
Aquel Jesús venido desde Galilea era, es el Hijo de Dios hecho hombre para nuestra salvación. Lo está señalando el Padre desde el cielo, ‘el Hijo amado de Dios’. El Espiritu de Dios lo está envolviendo con la gloria de la divinidad. ‘Hiciste descender tu voz desde el cielo para que el mundo creyese que tu Palabra habitaba entre nosotros…’ decimos en el prefacio.
El evangelio de san Juan no nos narra el bautismo de Jesús, pero sí nos dice que ‘la Palabra que estaba junto a Dios y que era Dios, que era la vida y que era la luz de los hombres, se hizo carne y acampó entre nosotros’. Los evangelios sinópticos por su parte nos hacen oír la voz del Padre en el Bautismo de Jesús para decirnos que allí está el Hijo de Dios que se hizo carne, que se hizo hombre y que es ‘el ungido por medio del Espíritu para que los hombres reconociesen en El al Mesías, enviado a anunciar la salvación a los pobres’, como nos dice el prefacio; ‘el que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo porque Dios estaba con El’, como hemos escuchado a Pedro en el relato de los Hechos de los Apóstoles.
Es la maravilla que hoy estamos celebrando. Es la culminación de las fiestas de la Navidad y de la Epifanía del Señor que hemos venido celebrando. En todo su esplendor se nos manifiesta la gloria del Señor, como decíamos. Es Jesús en quien creemos y a quien queremos seguir; es Jesús que se abajó y se hizo el último y el servidor de todos – ‘mirad a mi siervo, a quien sostengo, mi elegido a quien prefiero’, como nos decia el profeta – a quien vemos exaltado y glorificado con la gloria del Señor. Es lo que nos decía san Pablo en el texto que tantas veces hemos escuchado ‘se abajó, se despojó de su rango, pasó por uno de tantos, se rebajó hasta someterse a una muerte de Cruz, pero Dios lo levantó sobre todo y le concedió el nombre sobre todo nombre, de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble y toda lengua proclame Jesús es Señor para gloria de Dios Padre…’
Pero Jesús ha venido a levantarnos a nosotros. Quiere que nos unamos a El para vivir su misma vida. Se hizo semejante a nosotros en su humanidad para que podamos transformarnos interiormente a su imagen. A partir de Jesús el Bautismo tendrá un nuevo significado porque para nosotros no será sólo purificación como lo era el de Juan sino una participación en todo el misterio de Cristo, en su muerte y en su resurrección para darnos su vida, para hacernos hijos de Dios.
Es el nuevo baustismo, el nuevo renacer del que le hablaba Jesús a Nicodemo. No somos bautizados solo en agua sino en agua y el Espíritu para ser hijos de adopción. ‘Si no naces de nuevo… si no naces del agua y del Espíritu no puedes ver el Reino de Dios’. Bautizados somos nosotros en el Espíritu para entrar en el Reino de Dios, en el reino donde todos somos hijos. ‘A cuántos le recibieron les da poder para ser hijos de Dios si creen en su nombre… no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios…’ que hemos escuchado repetidamente estos días.
Sí, que escuchemos con fe la Palabra de Jesús, que pongamos toda nuestra fe en El, que le sigamos con toda nuestra vida y con todo nuestro amor para que podamos llamarnos y ser en verdad hijos de Dios. Grande es la dignidad a la que nos ha llamado, que se nos ha concedido en Jesús. También escuchamos esa voz del cielo en nuestro corazón llamándonos hijos amados. Que vivamos en consecuencia como hijos. Que resplandezcamos entonces con la santidad de los hijos, con el amor de los hijos. Que nos sintamos, pues, transformados y en verdad eso se note en nuestra vida, en nuestras actitudes, en nuestros comportamientos, en nuestro trato a los demás.
Cómo tenemos que saber dar gracias al Señor porque podemos contemplar su gloria como hoy en la fe la contemplamos en el Evangelio y en toda nuestra celebración. Somos dichosos porque cuánto el Señor en su amor nos regala. Nuestra celebración tiene que ser algo muy vivo para que podamos sentir esa gloria de Dios en nosotros; es una dicha que podamos escuchar su Palabra; es una dicha que podamos alimentarnos de El en el Sacramento. Por eso hemos de poner a tope nuestra fe y en consecuencia que surga llena de amor nuestra alabanza.
Que se nos abran los ojos del alma para gustar de la gloria del Señor que aquí se nos manifiesta.
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