2Tes. 3, 6-10.16-18;
Sal. 127;
Mt. 23, 27-32
Alguna vez nos encontramos en el evangelio páginas con palabras duras por parte de Jesús. Jesús resiste a los soberbios y no soporta ni las vanidades ni las apariencias. Ya sabemos bien cómo se nos presenta Jesús, pobre y humilde, el que siendo Dios quiso hacerse hombre, en todo semejante a nosotros, pasando por uno de tantos, como nos dice la Escritura, y haciéndose el último hasta dar su vida por nosotros. Es lo que nos enseña también cuando los discípulos aspiran a grandezas y primeros lugares.
Por eso le escuchamos hablar con dureza contra aquellos que vivían de apariencias, apetecían honores y primeros puestos, llenando su vida de falsedad y de hipocresía. ‘Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que parecéis sepulcros blanqueados…’ Buena apariencia por fuera pero el corazón lleno de maldad y de pecado. Como un sepulcro blanqueado, nos dice Jesús. ¿Qué es lo que hay detrás de esa blancura aparente del exterior? Bien lo sabemos.
Les denuncia que ahora quieran justificarse con algunas cosas que intentan hacer ‘haciendo sepulcros a los profetas y ornamentando lo mausoleos de los justos’ diciendo que ellos no hubieran hecho lo que hicieron sus padres. Pero Jesús les hace ver que la misma maldad sigue en sus corazones. Y es ahí, en el corazón, donde tenemos que cambiar.
Creo que también nosotros hemos de escuchar este mensaje que Jesús quiere darnos. Nos pudiera parecer que esas palabras duras de Jesús no nos las merecemos. Pero creo que sí tenemos que examinarnos por la autenticidad de nuestra vida. También nos podemos sentir tentados por la apariencia y nos tientan también los reconocimientos que los otros puedan hacer de nosotros.
Pero busquemos con humildad la sinceridad, la autenticidad, la verdad de nuestra vida. Y lo mejor que podemos hacer es tratar de purificarnos de todas esas cosas que se nos pueden meter en el corazón. Esa verdad de nuestra vida tiene que partir de la rectitud con que la vivamos. Una vida auténtica, una vida de rectitud desde lo más hondo de nosotros mismos es lo que tenemos que buscar. Nunca hemos de dejar meter en nosotros la vanidad. Caminemos esos caminos que nos conduzcan a obrar siempre rectamente y haciendo el bien, a buscar en todo lo que es la voluntad de Dios. Esa autenticidad de nuestra vida que nos lleve a obrar rectamente es camino de santidad.
Y un breve comentario a lo que nos dice Pablo en la segunda carta a los Tesalonicenses. Quiere hablarnos el apóstol de la responsabilidad con que hemos de vivir nuestra vida. Lejos de nosotros, entonces, la ociosidad, el abandono de nuestros deberes y obligaciones, la dejación de la responsabilidad del trabajo que tenemos que realizar no sólo como un medio de ganarnos nuestro sustento, sino además como esa contribución que hacemos al bien de nuestro mundo, de nuestra sociedad.
Quizá ya no lo necesitemos porque tengamos garantizado nuestro sustento, dada la edad y las prestaciones sociales que recibamos, pero siempre hay algo bueno que hacer con lo que podemos contribuir al bien de los demás. Además una vida ociosa sin hacer nada pudiera convertirse en el inicio de una vida viciosa.
San Pablo se pone como ejemplo, cuando teniendo él derecho al sustento, porque el obrero merece su salario y su trabajo era para el Señor en la predicación del evangelio, como les dice, él ha trabajado con sus propias manos para no ser carga para nadie, les dice. ‘Quise daros un ejemplo que imitar’, concluye. Y les recuerda la sentencia que les había dejado ‘el que no trabaja, que no coma’. Una invitación a la responsabilidad.
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