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sábado, 26 de junio de 2010

Muchos vendrán a sentarse a la mesa del reino de los cielos

Lam. 2, 2. 10-14. 18-19;
Sal. 73;
Mt. 5, 8-17

‘Os digo que vendrán muchos de Oriente y de Occidente y se sentarán con Abrahán, Isaac y Jacob en el reino de los cielos’, dice Jesús al contemplar la fe del centurión. ‘Os aseguro que en Israel no he encontrado en nadie tanta fe’. Jesús nos está señalando la universalidad del Reino de Dios al que todos los hombres están invitados. ‘Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad’, se nos dirá en otro lugar del Evangelio.
Jesús se hace presente en medio del pueblo judío. Era el pueblo de Dios que mantenía la esperanza de las promesas de la salvación. Allí había de nacer el Mesías. Pero el Mesías salvador era el Deseado de las naciones como en otro lugar de la Escritura se nos manifiesta. A la mesa del Reino de los cielos todos están invitados a sentarse para gustar de los manjares de la salvación.
Esto nos lo está manifestando el evangelio de hoy. Jesús ha anunciado el Reino y se han ido manifestando las señales de la llegada del Reino. Pero aquí hay un hombre, no es judío, es un centurión romano, que ha puesto toda su fe en Jesús. Le mueve acudir a Jesús el criado que está enfermo, pero él sabe que Jesús puede curarlo. ‘Señor, tengo en casa un criado que está en cama paralítico y sufre mucho’, le dice.
Pero acude a Jesús con mucha fe y con mucha humildad. Esto es admirable también. Cuando Jesús le dice que irá él en persona a curarlo aflora esa bella flor de la humildad. ‘Señor, ¿quién soy yo para que entres bajo mi techo? Basta que lo digas de palabra y mi criado quedará sano’. Y le da sus explicaciones y razonamientos, tú tienes el poder, tú tienes la palabra de vida y las palabra creadora, basta que lo digas para que todo te obedezca y todo se realice. Al final Jesús le dirá: ‘Vuelve a casa y que se cumpla lo que has creído’. Es el poder de Dios, es el poder de la fe; la fe nos hace poderosos para obtener de Dios lo mejor que necesitamos.
Cuánto tenemos que aprender. Para que crezca nuestra fe. Para que sepamos expresarnos en nuestra oración. Para que en todo momento mantengamos nuestra confianza total en el Señor. Para que nos llenemos de humildad profunda. Para que nos hagamos portadores de esa salvación divina que nos trae Jesús a los demás.
Cuánto tenemos que aprender. Para que aprendamos a abrir nuestro corazón a los otros y a nadie discriminemos por ningún concepto. Para que aprendamos a valorar todo lo bueno que hay en los demás y aprendamos también a descubrirlo.
Cuánto tenemos que aprender. Para que nos sintamos invitados a la mesa del banquete del Reino de los cielos y allí vayamos con fe y con humildad, pero para que traigamos a todos también a esa mesa para que disfruten de los manjares, de la gracia de la salvación.
‘El tomó nuestras dolencias y cargó con nuestras enfermedades’, recuerda el evangelista las palabras de Isaías. El evangelio sigue manifestándonos todo ese amor de Jesús, señal del Reino de Dios que está entre nosotros, y le vemos hacer otros milagros y curaciones. Jesús sigue tomando nuestras dolencias, nuestras penas, nuestros sufrimientos y quiere sanarnos, liberarnos de todo mal, que todo le demos un sentido y un valor. Que todo eso nos haga crecer en nuestra fe pero nos haga también parecernos cada vez más a Jesús como tiene que ser siempre en un cristiano seguidor de Cristo. Porque hemos de aprender también a cargar con las dolencias y las penas de los demás, porque hemos de aprender a ser buenos samaritanos con nuestro amor y con nuestra generosidad. Porque hemos de mitigar dolores y sufrimientos, porque a todos hemos de invitar a ese banquete del Reino, porque hemos de hacer llegar la salvación de Jesús a todos cuantos estén a nuestro lado.

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