2Reyes, 22, 8-13; 23, 1-3;
Sal. 118;
Mt. 7, 15-20
La historia del pueblo de Israel, lo mismo que la historia de nuestros pueblos y comunidades, igual que nuestra propia historia personal está llena de luces y de sombras, de momento de fidelidad, de fervor y gozo en el Señor y de momentos de muerte y de infidelidades, momentos en los que nos apartamos de los caminos del Señor por nuestros pecados y momentos en los que Dios nos llama poniendo profetas a nuestro lado como sucedía en la historia del pueblo de Dios, o poniendo señales de su presencia que son toques de atención, como alarmas en la vida, y llamadas a través de múltiples cosas o acontecimientos de los que Dios quiere valerse.
Estos días en los libros de los Reyes del Antiguo Testamento que hemos venido escuchando en la primera lectura de nuestras celebración diaria, se nos ha hablado de muchas infidelidades y olvidos de la Alianza del Señor por parte de reyes, sacerdotes y todo el pueblo de Israel. Ayer escuchábamos una intervención especial del Señor y hoy como una gran señal encuentran el libro de la Ley del Señor.
Todo esto servirá para una renovación de la Alianza, pero no sólo de una manera formal, sino que el Rey busca una renovación profunda de las costumbres del pueblo de Dios queriendo que se renueve esa fidelidad a la Alianza de la que no habían tenido que olvidarse. Recuerda el pecado del pueblo. ‘El Señor estará enfurecido contra nosotros, dice, porque nuestros padres no obedecieron los mandatos de este Libro, cumpliendo lo prescrito en él’.
Finalmente vemos cómo ‘el pueblo entero suscribió la Alianza… comprometiéndose a seguirle y cumplir sus preceptos, normas y mandatos con todo el corazón y con toda el alma, cumpliendo las cláusulas de la Alianza escritas en aquel libro’.
El Señor se vale de muchas cosas para despertar nuestra conciencia, para hacernos ver su luz, para provocar que nosotros nos dejemos iluminar por su luz y cambiemos nuestra vida para ser cada día mejores y más santos.
El que cada día podamos encontrarnos para celebrar la Eucaristía y escuchar su Palabra sintámoslo como una gracia y una llamada del Señor. Habrá habido momentos en nuestra en que no hayamos tenido esa oportunidad; o nosotros hayamos estado alejados de Dios, de la Iglesia, de los sacramentos o no le hayamos dado importancia a nuestra oración de cada día; habrá habido momentos, incluso, que estando dentro de la Iglesia y hasta participando habitualmente de la Eucaristía, aunque fuera sólo los domingos, quizá no habíamos escuchado tan clara esa voz de Dios en nuestro corazón. Ahora ha surgido la gracia de Dios en nuestra vida y tenemos que saber aprovechar esa riqueza de gracia que el Señor nos concede.
De muchas maneras se hace presente el Señor. Alguien me contaba hace poco una experiencia que estaba viviendo; alguien había aparecido en su vida, sin saber casi cómo, y le había ofrecido su amistad, su capacidad de escucha y la presencia de esa persona cerca de su vida había sido como un rayo de luz que ahora le estaba ayudando a mejor mucho su vida. Alguien llama a eso el destino; nosotros podemos decir mejor la Providencia de Dios que nos busca y que nos cuida y que pone señales en nuestra vida que son gracia del Señor que tenemos que saber aprovechar.
El evangelio hoy nos habla de los frutos buenos que da todo árbol bueno. Son los frutos que Dios nos pide. Con esas gracias que recibimos del Señor estamos siendo llamados a dar buenos frutos. Que por nuestros buenos frutos sea reconocido el árbol bueno de la fe y del amor que tiene que ser nuestra vida.
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