2Reyes, 25, 1-12;
Sal. 136;
Mt. 8, 1-14
‘Al bajar Jesús del monte lo siguió mucha gente’. Hemos venido escuchando el sermón del monte de las bienaventuranzas. Allí Jesús nos ha ido dando y explicando las características del Reino de Dios que ha sido su anuncio constante desde el comienzo de su predicación. Había invitado ‘convertíos porque el Reino de Dios está cerca’. Baja con la gente a la llanura, al camino de la vida de cada día, y ahora nos mostrará las señales de que ese Reino de Dios se está realizando.
‘Se le acercó un leproso, se arrodilló y le dijo: si quieres puedes limpiarme’. Allí está aquel hombre con su lepra que como todos sabemos no sólo era la enfermedad que envolvía y destrozaba su cuerpo, sino que además lo destrozaba como persona porque le obligaba a estar como en una cuarentena apartado de los demás, vivir al margen de la familia y de la comunidad. Quien estaba enfermo de lepra era inmundo y podía hacer inmundo a los demás. Por eso nadie se podía acercar a él, ni tocarle, ni a él se le permitía que pudiera estar cerca de los demás. ¿Cómo podría sentirse una persona así tratada? El salmo nos habla de la tristeza que tenían los judíos cuando estaban desterrados lejos de su patria, pero que podemos aplicar a los sentimientos de quien se veía despreciado y marginado a causa de su enfermedad.
Es la señal del mal. Y Cristo ha venido a vencer al maligno, arrancarnos de las garras del mal, a liberarnos profundamente para darnos una nueva vida, a hacernos recobrar la dignidad perdida. Es posible una nueva vida. Es posible verse liberado del mal. Aquel hombre le dice a Jesús ‘si quieres…’, tú tienes poder, tú eres el que puede hacerlo. Y Cristo quiere. Quiere liberarlo del mal de la enfermedad, de su lepra, pero quiere liberarnos del mal más profundo. Cristo viene a sanarnos, a salvarnos, a darnos una nueva vida; quiere hacernos recobrar nuestra dignidad.
‘Quiero, queda limpio… y extendió su mano y lo tocó… y enseguida quedó limpio de la lepra… ve a presentarte al sacerdote y entrega la ofrenda que mandó Moisés’. Era como la garantía, el certificado necesario para poder reincorporarse a la familia, a la sociedad. Cristo no nos quiere apartados de los demás, no nos quiere aislados. Le hace recobrar no sólo la salud sino también y sobre todo su dignidad. Son las señales del Reino. Dios vuelve a ser el único Señor de nuestra vida.
El pecado nos rompe a nosotros también, nos ata y nos esclaviza; nos hace bajar a las peores negruras, podíamos decir. Pero Cristo viene a liberarnos, a levantarnos. Ese gesto de Jesús con el leproso – ‘extendió su mano y lo tocó’ – es bien significativo. Quiere que recobremos nuestra dignidad, esa dignidad grande que en el Bautismo nos había dado, pero que con nuestro pecado habíamos manchado. Nos viste de nuevo el traje de la gracia. En Cristo nos sentimos transformados. El Reinado de Dios vuelve a ser el centro de nuestra vida. El Reino de Dios es posible y se comienza a realizar. Ahí están las señales.
Son las señales que nosotros también tenemos que dar. Nos queremos acercar a Jesús para que se realice esa transformación de nuestra vida, para llenarnos de su gracia, para vivir esa vida nueva que El quiere darnos. Que nos sintamos sanados y salvados por Jesús porque tantas veces con nuestro pecado nos hemos dejado esclavizar por el mal. Que volvamos a esa libertad que El quiere darnos. También nos acercamos a Jesús con humildad, con confianza, con amor, porque sí estamos seguros que en El vamos a encontrar la salvación. En Jesús ni nos veremos despreciados ni apartados a un lado. En Cristo siempre nos veremos valorados y llenos de vida.
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