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domingo, 30 de mayo de 2010

Concédenos profesar la fe verdadera conociendo todo el misterio de Dios


Prov. 8, 22-31;
Sal. 8;
Rom. 5, 1-5;
Jn. 16, 12-15


‘Señor, dueño nuestro, ¡qué admirable es tu nombre en toda la tierra!’ Así hemos exclamado al recitar el salmo. Así exclamamos al contemplar las maravillas del Señor. Así exclamamos cuando nos sentimos inundados por la presencia del Señor. Así tenemos que exclamar en este día en que contemplamos, adoramos el Misterio de Dios en su Santísima Trinidad.
Y es que decir el Nombre del Señor es decir Dios mismo; es decir su grandeza y su inmensidad; es decir todo el Misterio que Dios en sí mismo encierra. Cuando Dios se le manifiesta a Moisés en medio de la zarza ardiente y le confía la misión de ir a liberar a los israelitas de la esclavitud de Egipto, le pregunta ‘y ¿cuál es tu nombre?... si los israelitas me preguntan cuál es nombre, ¿qué les responderé?’
Conocer el nombre de algo o de alguien es conocerle y algo así como poseerle. En la creación del hombre y de todas las criaturas Dios llevó a Adán a que le pusiera nombre a todas aquellas cosas que Dios había creado, que era algo así como tomarlas en posesión. Conocer el Nombre de Dios es conocerle a El e introducirnos en su misterio y algo así como poseerle. Por eso en el Antiguo Testamento el Nombre de Dios era indescifrable y el judío no se atrevía a mencionar el nombre de Dios. El nombre de Dios había de ser siempre santificado, que era algo así como llenarnos nosotros al mismo tiempo de la santidad de Dios.
Queremos conocer el nombre de Dios. Queremos conocer a Dios. Queremos introducirnos en su misterio y al mismo tiempo que ese misterio de Dios nos llene y nos inunde cuando se nos revela. Cuando vamos queriendo conocer a Dios, porque El es además quien se nos revela, nos vamos sumergiendo en su misterio y nos vamos inundando de su presencia y al mismo tiempo de su amor. Pero ¿podremos en verdad llegar a conocer a Dios? Sí, porque El se nos revela, se nos da a conocer, se hace presente en nuestra vida.
Si quisiéramos acercarnos al sol tanto como para meternos dentro de él, seguro que nos sentiríamos consumidos por su energía y su calor; si quisiéramos acercarnos tanto al sol como para mirarle directamente con nuestros ojos, es tal su luz y resplandor que quedaríamos cegados por tanta luz; ya nos dicen que no miremos directamente al sol porque dañaríamos nuestras pupilas e incluso en los eclipses nos dicen que de ninguna manera miremos directamente ese aro de luz que resplandece alrededor. Nos contentamos con recibir sus beneficios en la luz que nos ilumina, en el calor con que nos caliente y en toda la energía que del sol dimana sobre nuestra vida. Y ya sabemos como en el sistema solar, como el de cualquiera de las otras estrellas, todos los planetas giran a su alrededor atraídos por esa fuerza y energía que los atrae.
¿Será así con Dios? Es una imagen lo que decimos del sol y la referencia que queremos hacer hacia nuestra relación con Dios y su conocimiento, aunque con sus diferencias. Porque por mucho que nos acerquemos a Dios queriendo conocerle y poseerle nunca nos sentiremos consumidos por El sino todo lo contrario en El encontraremos toda la fuente de nuestra vida, de nuestro vivir.
En el Antiguo Testamento se tenía el concepto de que quien viera a Dios moriría, pero ¿podemos mirar cara a cara a Dios y no quedar ciegos? Moisés cuando hablaba cara a cara con Dios, bien cuando subía al Sinaí o se entraba a la Tienda del Encuentro, luego volvía con su rostro tan resplandeciente que los israelitas le pedían que se cubriera el rostro con un velo.
Pero no será con los ojos de la cara así cómo nosotros hoy vamos a ver a Dios, pero sí podemos acercarnos a El desde lo más hondo de nosotros mismos y a través de los signos sacramentales que nos ha dejado para llenarnos de su vida, para inundarnos de su presencia, para sentirnos rebosantes de su fuerza y de su gracia. Sí podemos contemplar el resplandor de la luz de Dios que de tantas maneras se nos manifiesta y no quedar ciegos sino todo lo contrario. Por El sí que nos vamos a sentir atraídos totalmente de manera que cuando nos encontremos con El ya para siempre nuestra vida será distinta y girará en torno a Dios en todo lo que somos, vivimos o hacemos.
Esa luz de Dios, ese fuego divino, esa presencia de Dios sí que llega a nosotros y nos inunda de vida divina. Es el misterio de Dios que se nos revela, se nos da a conocer, camina con nosotros, se hace Dios con nosotros y nos concede la fuerza de su Espíritu para un nuevo vivir.
Confesamos nuestra fe en Dios y decimos ‘creo en Dios Padre todopoderoso… creo en Jesucristo, Hijo único de Dios… creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida…’ Ya estamos con ello mencionando el nombre de Dios, conociendo el Nombre de Dios. Y no será para muerte, sino para vida, porque no nos anula sino que nos engrandece; no será para quedarnos ciegos ante tanto resplandor de luz, sino para llenarnos nosotros de esa luz y tener una vida distinta; no tendremos que cubrirnos el rostro y la vida que se nos llena del resplandor de Dios, sino que todo lo contrario tendremos que llevar esa luz divina a los demás.
Pudiera quizá costarnos el entender todo ese misterio de Dios y nos podríamos poner a hacer muchas elucubraciones y razonamientos para llegar a comprender tanto misterio. Pero no tenemos que hacer otra cosa que primero escuchar a Jesús, el Hijo que conoce al Padre como nadie lo conoce y que nos lo da a conocer, porque es revelación de Dios, Sabiduría de Dios, Palabra viva de Dios; luego también dejarnos guiar por el Espíritu que es quien nos conducirá a la verdad plena y sin error.
Pero es un misterio de amor, porque es un Dios que nos ama y se nos da; un Dios que nos ama tanto que es nuestro Padre y nos llena de vida; un Dios que nos ama tanto que quiere ser Dios con nosotros, y nos envía al Emmanuel, al Hijo de Dios que se hace hombre para estar más cerca de nosotros y restaurarnos aquella vida que habíamos perdido a causa de nuestro pecado; es un Dios que nos ama tanto que nos da la fuerza de su Espíritu, que nos santifica, nos llena de vida, nos ayuda a comprender todo ese misterio de Dios, que se hace presente en lo más hondo de nuestro corazón, que nos motivará para todo lo bueno y nos fortalecerá para prevenirnos contra todo lo malo. Es un misterio de amor porque en Dios todo es comunión, porque tal es la comunión que hay entre las tres divinas personas que son un solo y único Dios verdadero.
Hoy queremos, sí, confesar nuestra fe y adorar y alabar y bendecir al Señor que así se nos revela y así se nos manifiesta, pero así también nos muestra tanto amor. Ya lo expresábamos en la oración litúrgica. ‘…has enviado al mundo la Palabra de la verdad y el Espíritu de la santificación para revelar a los hombres tu admirable misterio, concédenos profesar la fe verdadera, conocer la gloria de la eterna Trinidad y adorar su Unidad todopoderosa’.

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