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sábado, 10 de abril de 2010

Una Buena Noticia que hemos de llevar a toda la creación

Hechos, 4, 13-21;
Salmo, 117;
Mc. 16, 9-15

El evangelio de san Marcos es el más breve en los relatos de la resurrección del Señor. Prácticamente es el resumen que hoy hemos escuchado precedido del momento en que ‘María Magdalena, María la de Santiago y Salomé fueron el primer día de la semana, muy de madrugada, a la salida del sol al sepulcro con los aromas que habían comprado…’
Nos resume ahora el que no habían creído a María Magdalena cuando ella fue a anunciarles que estaba vivo y lo había visto; lo mismo los dos discípulos que habían ido caminando a una finca, a Emaús, a quienes también se les había y no lo creyeron. Finalmente es Jesús el que se les manifiesta ‘y les echó en cara su incredulidad y dureza de corazón porque no habían creído a los que lo habían visto resucitado’.
Pero ahora Jesús que se les ha manifestado les confía una misión: ‘Id por todo el mundo y proclamad la Buena Noticia a toda la creación’. Ahora que lo habían visto resucitado y habían terminado por creer, esa Buena Noticia han de llevarla por todo el mundo. Es el envío que prácticamente en todos los evangelio escuchamos de labios de Jesús para que el Evangelio sea anunciado a todos los hombres, que creyendo que Jesús es el Hijo de Dios y nuestro Mesías Salvador han de alcanzar la vida eterna.
Es lo que los creyentes, verdaderos testigos de Cristo resucitado han hecho, han querido hacer a través de todas las generaciones. Es la misión que a nosotros también se nos confía. Así lo hicieron los apóstoles desde el primer momento y es lo que la Iglesia sigue haciendo a través de los tiempos. Es lo que nosotros hemos de hacer también.
El cumplimiento del mandato de Cristo no siempre fue fácil para los creyentes. No todos querrán escuchar esa Buena Noticia. Aunque la tengan delante de los ojos, no todos querrán aceptarla. Lo vemos hoy en el texto de los Hechos de los Apóstoles, que viene como a concluir todo el episodio de la curación del paralítico de la puerta Hermosa del templo.
Terminarán los sumos sacerdotes, los ancianos y los escribas por reconocer que el milagro es patente. ‘Es evidente que han hecho un milagro; lo sabe todo Jerusalén y no podemos negarlo…’ pero han de evitar que se siga difundiendo; han de evitar que se siga hablando del nombre de Jesús. Admirados y ‘sorprendidos por el aplomo de Pedro y Juan, sabiendo que eran hombres sin letras ni instrucción’, pretenden amedrentarlos prohibiéndoles mencionar el nombre de Jesús como Salvador.
Pero ya conocemos la valiente respuesta de los Apóstoles. Respuesta que sólo podemos entender porque están llenos del Espíritu que Jesús les había prometido y que habían recibido en Pentecostés; ellos que estaban escondidos y con las puertas cerradas en el Cenáculo. Pero ahora responderán con coraje y valor: ‘¿Puede aprobar Dios que os obedezcamos a vosotros en lugar de a El? Juzgadlo vosotros. Nosotros no podemos menos que contar lo que hemos visto y oído’. Han de obedecer a Dios antes que a los hombres.
Que el Señor nos dé ese coraje y valentía. Que sintamos el ardor del Espíritu en nuestro corazón. Que seamos en verdad sus testigos con nuestras palabras y nuestras obras, con nuestra vida toda. Es una exigencia de nuestra fe. Es la consecuencia lógica de quienes se sienten amados del Señor.

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