Hechos, 3, 1-10;
Sal. 104;
Lc. 24, 13-35
‘Dos discípulos de Jesús iban andando aquel mismo día a una aldea llamada Emaús… y Jesús en persona se acercó y se puso a caminar con ellos. Pero sus ojos no eran capaces de reconocerlo…’
Ya sabemos cómo se entabló la conversación; la pregunta de Jesús por qué andaban preocupados, la respuesta de ellos si acaso era el único forastero que no se había enterado lo que había pasado y las sucintas explicaciones que denotaban sus esperanzas y desesperanzas, la confianza que habían puesto en Jesús y cómo todo se había venido abajo.
No creyeron el mensaje que habían traído las mujeres que habían ido temprano al sepulcro, pero no eran ellos solos los que estaban con los ojos incapaces para reconocerlo. Le había sucedido a María Magdalena que lo había confundido con el encargado del huerto. Creerían ver un fantasma más tarde los discípulos cuando estén todos juntos y Jesús se les manifieste. Tomás querrá palpar con sus manos, meter lo dedos en las heridas, su mano en la llaga del costado. Incluso más tarde en el lago no serán capaces de verlo y reconocerlo mientras están en su faena de pesca.
‘¡Qué necios y torpes sois para creer lo que anunciaron los profetas!’ Era necesario creer en lo anunciado por las Escrituras. Juan y Pedro comenzarían a creer cuando fueron al sepulcro y lo vieron vacío. Pero a nosotros también nos puede costar creer con tantas cosas que oímos a nuestro alrededor o con tantas cosas que puedan suceder en nuestro mundo o en nuestra misma Iglesia que nos pueda hacernos sentir defraudados de alguna manera por alguna cosa.
Dejemos que el Señor venga a nosotros en nuestros caminos tantas veces llenos de oscuridades y sombras; venga a nosotros también nos explique las Escrituras. ‘Comenzando por Moisés y siguiendo por los profetas, les explicó lo que se refería a El en toda la Escritura’. ¡Qué mejor Maestro y guía! Su Espíritu sigue iluminándonos para que comprendamos las Escrituras, para que conozcamos cada vez más hondamente a Jesús, para que seamos capaces de reconocerlo tal como se nos manifiesta, para que nuestra fe sea siempre firme en su resurrección. Es algo importante. Y su Espíritu nos habla a través del magisterio de la Iglesia; y va llegando a lo hondo de nuestro corazón dándonos ese fuego de la sabiduría divina, aunque no siempre sepamos captarlo.
Más tarde dirán aquellos discípulos cómo sentían arder su corazón mientras El les hablaba por el camino. Ojalá sepamos nosotros discernir ese ardor del corazón que tantas veces también nosotros podamos sentir. No lo echemos en saco roto. El Espíritu iba moviendo el corazón de aquellos hombres, que finalmente se abrieron a la generosidad para no dejar marchar al caminante solo por aquellos caminos que podían ser peligrosos. ‘Quédate con nosotros que se hace tarde…’
Que así abramos nuestro corazón, que así sintamos nosotros también deseos de estar con Jesús, que Jesús se quede con nosotros. Que abramos nuestro corazón a la generosidad, a la disponibilidad, al amor para compartir y para hacer un hueco al hermano en el hogar de nuestro corazón. Algunas veces estamos tan llenos de cosas que no le damos cabida al hermano, o lo que es lo mismo, no le damos cabida al Señor en nuestra vida.
Al final le reconocieron al partir el pan, como no podía ser menos; como tenemos que saber reconocerlo nosotros siempre en la celebración de la Eucaristía. Pero aquel reconocimiento no fue para quedarse ellos sentados y tranquilitos en sus cosas o en sus casas. Corrieron de nuevo a Jerusalén porque todo aquello había que compartirlo con los hermanos. ‘Era verdad, ha resucitado el Señor…’ Llevaban la noticia y se encontraron también con esa Buena Nueva.
Cuando estamos convencidos de que Cristo resucitó y es el verdadero y único Señor de nuestra vida aprenderemos también una cosa. Que en su nombre podemos hacer muchas cosas, en su nombre podemos hacer maravillas. Es lo que vemos hacer a Pedro y a Juan con el paralítico de la puerta Hermosa del que nos habla el libro de los Hechos de los Apóstoles hoy.
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