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domingo, 18 de abril de 2010

Exultantes de gozo por la resurrección aprendamos a reconocer al Señor


Hechos, 5, 27-32.40-41;
Sal. 29;
Apoc. 5, 11-14;
Jn. 21, 1-19


Confieso que no sé por dónde comenzar mi comentario. Para comenzar resaltar toda la invitación a la alegría y el gozo al que nos invita hoy la liturgia en sus textos eucológicos sobre todo, pero también en el mensaje que nos ofrece la Palabra proclamada. Una ‘Iglesia exultante de gozo’, como diremos en una de las oraciones, ‘pues en la resurrección de tu Hijo nos diste motivos de tanta alegría…’ por eso que ‘tu pueblo exulte siempre al verse renovado y rejuvenecido en el espíritu… y concédenos participar también del gozo eterno…’
Alegría y gozo al seguir celebrando la Pascua, la resurrección del Señor, pero deseos de poder disfrutar de ese gozo eterno. ¿Cómo será ese gozo eterno? ¿Será como nos lo describe el libro del Apocalipsis en la visión de Juan que hoy hemos escuchado? ‘Digno es el Cordero degollado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza’, proclaman ‘millares y millones de ángeles alrededor del Trono y de los vivientes y los ancianos y todas las criaturas que hay en el cielo, en la tierra, bajo la tierra, en el mar…’
La trascendencia y la esperanza con que hemos de vivir. Aunque aún caminamos en este valle de lágrimas en la esperanza vivimos anticipadamente ese gozo sabiendo que el Señor nos ama y está con nosotros, caminando a nuestro lado. Por eso, en esa esperanza podemos ser esa Iglesia exultante de gozo y también nosotros cantamos la alabanza y la bendición al Señor reconociendo su presencia y su gracia en nuestro camino.
Y es que Cristo resucitado se hace presente en medio de la vida, allí donde estamos y donde vivimos, allí donde son nuestros trabajos y nuestras luchas. Los discípulos se habían vuelto a la pesca, a lo que había sido su trabajo de siempre. ‘Me voy a pescar’, había dicho Pedro. ‘Vamos también nosotros contigo’, diría también el resto de los discípulos que estaban en Galilea. Pero allí está Jesús. Quizá en principio no se percatan de su presencia, no lo distinguen en aquel amanecer. Pero allí está el Señor.
Necesitaremos unos ojos de fe y de amor, como los apóstoles, también nosotros para descubrirlo. Necesitaremos caldear fuertemente nuestro corazón de amor para sentirlo. Fue el discípulo amado el primero que cayó en la cuenta. ‘Es el Señor’, le dice a Pedro. Y aquel entusiasmo de Pedro por Jesús, del Pedro que un día había hecho la más hermosa confesión de fe en Jesús, le hará saltar al agua para llegar pronto hasta donde está Jesús.
Nos vamos a la pesca, o andamos afanados en nuestras preocupaciones y responsabilidades; estamos ahí en lo que es nuestra vida de cada día. Pero es Jesús el que está a nuestro lado señalándonos caminos y tareas, interesándose por nuestras preocupaciones, nuestras tareas, nuestros fracasos o nuestras ilusiones, dándonos la fuerza y la luz que necesitamos. ‘Muchachos, ¿tenéis pescado?’ les había preguntado. ‘Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis’, les señala. Es la Palabra de Jesús que llega llena de vida a nosotros; esa palabra que ilumina y da vida.
Qué a oscuras o a ciegas andamos muchas veces. Queremos hacer y no podemos; buscamos lo bueno y andamos confundidos; intentamos e intentamos pero nos parece que ya nada sabemos hacer; andamos llenos de dolores y sufrimientos y nos parece que nada tiene sentido. Jesús viene a nosotros con su Palabra para iluminarnos, para darnos fuerzas, para crear ilusión y da esperanza a nuestro corazón, para darnos el verdadero sentido a nuestra vida. Escuchemos esa Palabra de Jesús en nuestro corazón como la escucharon aquella mañana los discípulos en el lago y todo comenzó a ser distinto para ellos.
‘Al saltar a tierra, ven unas brasas con un pescado puesto encima y pan… traed de los peces que acabáis de coger… vamos almorzad… y ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor’. Jesús invita a comer a los discípulos que vuelven exhaustos de la tarea. Ese pescado asado y ese pan con la invitación de Jesús nos puede estar señalando muy bien esa invitación que nos hace Jesús para que vayamos a El y de El nos alimentemos. Es Jesús el que les da de comer. Es Jesús quien en verdad alimenta nuestra vida.
El se nos da en la Eucaristía, bien lo sabemos. Tampoco nosotros necesitaríamos preguntar porque sabemos que cuando venimos a la Eucaristía es Cristo mismo el que se nos da. Comiéndole a El vamos a tener vida y vida para siempre. El quiere ‘renovarnos con los sacramentos de vida eterna’, como expresaremos en la oración final de la Eucaristía, para que nos llenemos de vida para siempre, ‘alcanzar la resurrección gloriosa’.
Finalmente tomará aparte a Simón Pedro. ‘Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?’ Será la triple pregunta, el examen de amor que Jesús hará a Pedro. Este se pondrá triste a la tercera vez que le hace la misma pregunta, ‘Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero’, porque quizá el recuerde su negación y traición. Pero Jesús no está preguntando por fracasos ni fallos, sino que Jesús está preguntando por el amor, para que sea un amor en plenitud.
Un día le había dicho que sería piedra sobre la que fundamentar la Iglesia, ahora le dice que tiene que apacentar el rebaño. ‘Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas…’ Pescador o pastor Pedro estaba recibiendo una misión grande que Jesús le confiaba. Jesús sólo necesitará de su amor porque así sabe que será fiel para siempre, de manera que pueda confirmar en la fe a los hermanos.
‘Sígueme’, le dice Jesús. Le sigue en la fe; le sigue en el amor. Ahí estará siempre Pedro caminando delante porque está junto a Jesús, porque nos querrá llevar hasta Jesús. Será hoy Pedro el primero que se suba de nuevo a la barca para arrastrar la red hasta la orilla. Había aprendido la lección de cómo hay que hacer para ser el primero. Se hace servidor y por eso ahora sí será el primero, el que en nombre de Cristo nos apaciente, nos guíe nos ayude a caminar siempre hasta Jesús.
Pero nosotros, todos, también hemos de pasar ese examen de amor, como el que le hizo Jesús a Pedro. Serán muchas nuestras debilidades y flaquezas, pero el Señor quiere mirar ahora la medida de nuestro amor. ¿Podremos decirle también como Pedro ‘tú sabes que te amo, tú lo conoces todo, y sabes que te quiero’?
Creemos en El, queremos reconocerle siempre y correr para estar a su lado; queremos escuchar su Palabra que nos ilumine, nos guíe y nos fortalezca; queremos alimentarnos de El porque también nos sentimos invitamos a que vayamos a su Mesa. Será ahí donde alimentemos esa fe y ese amor. Será ahí donde aprenderemos a reconocerle como los discípulos de Emaús al partir el pan, pero caminando ese camino de amor aprenderemos también a reconocerle en el hermano, el que está a nuestro lado o más lejano, en el que sufre o en el que padece necesidad. Llenémonos de ese amor, sintámonos también nosotros amados del Señor y podremos como Juan reconocerle y decir ‘es el Señor’.

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