Col. 3, 12-17
Sal. 150
Lc. 6, 27-38
Sal. 150
Lc. 6, 27-38
Tenemos que comenzar por decir que pueblo no es sólo una determinada demarcación geográfica, ni sólo un conglomerado de personas que viven en un lugar determinado. Quizá muchas veces cuando nos referimos a un pueblo nos quedemos en esa primaria idea de lo que es un pueblo, pero si nos paramos a pensar nos damos cuenta que es algo más.
Las personas que conforman un pueblo normalmente y se sienten de verdad miembros de ese pueblo o comunidad tienen unas características que les son comunes. Es lo que llamamos idiosincrasia o la manera de ser de las personas de un lugar y que de alguna manera las caracterizan y definen. Eso lo notamos claramente sobre todo de algunos pueblos fijándonos en sus costumbres, su manera de actuar y, si queremos, comparando pueblos vecinos y descifrando las características propias de cada pueblo.
¿Por qué decimos todo esto? San Pablo hoy en su carta a los Colosenses nos habla de un pueblo, al que llama ‘elegido de Dios, pueblo sacro (sagrado) y amado…’ Está refiriéndose, como todos podemos comprender, a la Iglesia, a la comunidad de los que creemos en Jesús.
Y nos habla de un uniforme. Y ya sabemos que el uniforme es el vestuario que define a un determinado grupo, porque en él todos llevan el mismo vestido y apariencia.
Pero Pablo nos está hablando del uniforme del cristiano que no puede quedarse reducido a un vestido externo, sino que está haciendo referencia a algo mucho más hondo. Nuestra idiosincrasia, por emplear la palabra que mencionábamos anteriormente, nuestra manera de ser, aquello que nos distingue como pueblo de Dios.
¿Cuál es ese uniforme? En una palabra, es el amor. Ya nos lo dejó dicho Jesús que sería por lo que nos distinguirían. Claro que el amor tiene como su raíz más profunda la fe y la esperanza. Ese amor va a nacer en esa fe que tenemos en Dios, que primero El nos ha amado y elegido. Porque desde esa fe en Dios encontramos el modelo y la fuerza para vestirnos de él.
¿Qué características nos propone el apóstol? ‘La misericordia entrañable, la bondad, la humildad, la dulzura, la comprensión…’ No amamos simplemente porque no hagamos daño al otro, o formalmente seamos buenos y respetuosos con él. Es algo más hondo y más lleno de matices. Nos habla de un amor entrañable, luego tiene que nacer de lo más hondo de nuestras entrañas, o de nuestro corazón. Pero nos habla también de los detalles en los que se ha de manifestar ese amor, porque está lleno de dulzura, de comprensión, de bondad, de humildad. Y cuántas cosas se encierran en estas palabras.
Eso nos llevará, por ejemplo, a aceptarnos y sobrellevarnos, que no es simplemente aguantarnos, sino que es aceptarnos desde una relación de amor. Amor que tendrá que traducirse en perdón. ‘Sobrellevaos mutuamente y perdonaos cuando alguno tenga quejas contra otro…’, que nos dice el apóstol. Precisamente hoy en el Evangelio Jesús nos ha hablado del perdón. Perdón a todos, también a los enemigos; perdón que se hace oración también por aquellos a los que nos cuesta amar. ‘Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os injurian…’ Porque en algo tenemos que diferenciarnos los que seguimos a Jesús.
Nos habla de amor como ceñidor y de paz como árbitro. Todo envuelto en el amor, buscando siempre la paz. Y ante cualquier dificultad o conflicto, la paz que nace del amor es lo que tiene siempre que primar. Cuánto tendríamos que decir en este aspecto, pero no queremos alargarnos.
Y como termina diciéndonos hoy el apóstol, todo siempre para la gloria de Dios. ‘Todo lo que de palabra o de obra realicéis, sea todo en nombre de Jesús, ofreciendo la Acción de Gracias a Dios Padre por medio de El’.
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