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sábado, 7 de febrero de 2009

Eran tantos los que iban y venían...

Hebreos, 13, 15-17.20-21

Sal. 22

Mc. 6, 30-34

‘Mis ovejas escuchan mi voz, dice el Señor, yo las conozco y ellas me siguen’. Así hemos proclamado en la aclamación del Aleluya antes del Evangelio, casi como una continuación del sentido del salmo responsorial donde hemos proclamado: ‘El Señor es mi pastor’.

El texto del evangelio hoy proclamado viene a hacernos un retrato de corazón compasivo y misericordioso de Cristo. Corazón lleno de amor y acogedor de cuantos acuden a El.

Hemos visto como las gentes se le adelantan por tierra cuando el con los discípulos ha tomado la barca para irse a la otra orilla a un sitio tranquilo. ‘Muchos los vieron marcharse y los reconocieron; entonces de todas las ladeas fueron corriendo por tierra a aquel sitio y se les adelantaron. Al desembarcar; Jesús vio una multitud y les dio lástima de ellos, porque andaban como ovejas sin pastor’. Y allí está el corazón de Cristo compasivo y misericordioso, siempre acogedor y lleno de amor para cuánto se acercan a El. ‘Y se puso a enseñarles con calma’, dice el evangelio.

Pero es que los primeros versículos de este pasaje también tienen ese sentido. Jesús había enviado a los discípulos a predicar. Lo escuchamos hace unos días en la proclamación del evangelio. Y ahora al regreso ‘volvieron a reunirse con Jesús y le contaron todo lo que habían hecho y enseñado’. Le cuentan a Jesús el cumplimiento de la misión que le habían encomendado. Pero Jesús quiere llevárselos con El a un sitio tranquilo. ‘Venid vosotros solos a un sitio tranquilo a descansar’.

Jesús que acoge, que escucha, que regala con su presencia. ¡Qué hermoso! Tenemos que aprender a ir a El como iban aquellos discípulos. Necesitamos encontrarnos así con El. Encontrar ese sitio tranquilo, ese momento de silencio y soledad con El. No sólo para llevarle el listado de nuestras peticiones como solemos hacerlo. No sólo para decir o recitar oraciones aprendidas de memoria, sino para estar con El, hablar con El, ponernos ante El con nuestra vida. Podemos muchas veces recitar oraciones, pero no estar realmente poniendo todo nuestro corazón en El.

Y ponernos ante El con nuestra vida no es sólo ir a confrontar si marcha o no marcha bien nuestra vida, reconocer errores y hacer propósitos, que también tendrá su tiempo. Sino para desahogar en El nuestro corazón, con nuestras alegrías y nuestras pena, con todo lo que es nuestra vida. Como los apóstoles que seguro que le contaban a Jesús hasta las anécdotas de lo que les había pasado en el cumplimiento de aquella misión.

Irnos a solas con Jesús. Dice el evangelio que Jesús se los llevó a aquel lugar tranquilo, porque ‘eran tantos los que iban y venían y no encontraban tiempo ni para comer’. Nos sucede a nosotros con los ajetreos de nuestra vida cotidiana. Y no encontramos tiempo para estar con Jesús. Pues, tenemos que aprender a sabernos ir con El a esa soledad de nuestra oración. ¡Qué oración más hermosa podemos hacer!

Como nos decía el salmo ‘El Señor es mi pastor… me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas… porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan… habitaré en la casa del Señor por años sin término…’ ¡Qué imagen de placidez la verde pradera con las ovejas sesteando vigiladas de cerca por su pastor. Así Cristo con nosotros. Que nos gocemos de su presencia amorosa. Que nos acurruquemos junto a su corazón lleno de amor. El nos da el calor de su amor y de su gracia, escucha nuestras súplicas o nuestra oración, nos consuela en nuestras penas o comparte la alegría de nuestros caminos.

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