Hebreos, 12, 18-19.21-24
Sal. 47
Mc. 6, 7-15
¿Cómo es el Dios en quien creemos? ¿Es el Dios del temor o el Dios del amor?
No dejamos de sentirnos sobrecogidos por la inmensidad del Dios infinito en quien creemos. Admiramos su grandeza y su poder; es el Dios Todopoderoso y Creador y cuando contemplamos la inmensidad del universo casi infinito salido de sus manos no podemos menos que sentirnos pequeños ante tanta inmensidad. Cuando uno tiene la oportunidad de poder contemplar las maravillas del universo – ahora es muy fácil tenemos muchos medios a nuestro alcance – el creyente no puede menos que pensar en el Autor de tanta maravilla, no tiene mas remedio que pensar en el Dios Creador que todo lo hizo. Admiramos su perfección infinita y su Santidad, porque en El está la mayor plenitud de vida que se pueda alcanzar, más allá de todo lo que pueda ser imaginable por el hombre salido de sus manos.
Ante el Dios infinito, todopoderoso y creador, y ante la santidad infinita de Dios no dejamos de postrarnos para adorarle reconociéndole como nuestro único Dios y Señor. ¿Quiénes somos ante anta inmensidad y grandeza?
Pero esa infinitud (valga la palabra) que nos sobrecoge nos hace sentir al mismo tiempo la maravilla de su amor y de su misericordia. Aunque Dios no necesitase del ser humano no sólo lo creó sino que lo amó y le mostró en todo momento su misericordia infinita.
A El queremos tributar nuestra mejor alabanza y cantar en todo momento su gloria, porque no sólo contemplamos su grandeza y su poder admirable en las obras maravillosas salidas de sus manos creadoras - ¡cuánta perfección y belleza ha derrochado Dios en la obra de su creación y sobre todo en su criatura preferida que es el hombre! – sino que sobre todo se nos manifiesta su grandeza y su poder cuando nos revela su amor y su misericordia infinita en su Hijo Jesús. Aunque nos sobrecoja su grandeza nunca eso nos llevará al temor sino al amor.
Nos podemos sentir sobrecogidos cuando se manifiesta en el fuego y en la tormenta del Antiguo Testamento como se le manifestó a Moisés ya fuera en la zarza ardiendo o en lo alto del Sinaí, o en todas las maravillas de la creación, como ya hemos dicho, sino que sentimos sobremanera su gloria y su amor cuando lo contemplamos en Cristo Jesús derrochando su amor sobre nosotros.
‘Vosotros no os habéis acercado a un monte tangible, a un fuego encendido, a densos nubarrones, a la tormenta, al sonido de las trompetas… tan terrible era el espectáculo que Moisés exclamó: estoy temblando de miedo… vosotros os habéis acercado al monte Sión, a la ciudad del Dios vivo… a la congregación de los inscritos en el cielo… al Mediador de la nueva Alianza, Jesús, y a la aspersión purificadora de su sangre…’ Así hemos escuchado en la Carta a los Hebreos.
Nos acercamos a Jesús. Viendo a Jesús vemos a Dios. ‘Todo el que me ve a mí, ve al Padre’, respondió Jesús ante la petición de uno de los discípulos. Cristo es la manifestación del rostro misericordioso de Dios que nos mueve a nosotros a la misericordia y al amor. Con Cristo Jesús que derramó su sangre por nosotros ya no cabe el temor, sino el amor. Por eso ahora toda nuestra relación con Dios se basa en el amor, porque es reconocimiento del amor infinito que nos tiene y quiere ser al mismo tiempo respuesta de amor por nuestra parte. No me mueve ya sino el amor, el de Dios que se nos dio primero y la respuesta, aunque siempre pobre y limitada, pero que quiere estar en todo momento henchida de amor. Por eso decíamos en el salmo: ‘¡Oh Dios, meditamos tu misericordia en medio de tu templo’.
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