3Jn. 5-8
Sal. 111
Lc. 18, 1-8
‘Para explicar a los discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse...’ Es la razón por la que Jesús propone la parábola. Muchas veces los discípulos le habían pedido que les enseñara a orar. Ahora quiere Jesús enseñarnos algo más, a orar siempre, sin desanimarse.
Necesitamos también nosotros aprender. Nos entra la desgana y el cansancio, el aburrimiento y la falta de confianza, el desánimo y la falta de esperanza. ¿Para qué pedir a Dios si no nos escucha? ¿Para qué pedir si no se nos concede lo que pedimos? ¿Para qué pedir si no lo tenemos en el momento en que lo deseamos? ¿Para qué pedir si no nos sirve de nada?, llegan a decir algunos por falta de fe.
Propone Jesús la parábola del juez inicuo que no escucha la petición de justicia. ‘Había un juez en una ciudad que ni temía a Dios ni le importaban los hombres... y había una viuda que solía ir a decir: hazme justicia frente a mi adversario...’ Se negaba a escuchar a la pobre viuda, aunque al final aquel juez la atendió aunque tendríamos que analizar las motivaciones.
Las motivaciones de aquel juez no serían las mejores ‘ni temo a Dios ni me importan los hombres... le haré justicia no vaya a acabar pegándome en la cara...’ –, pero al final escucha la súplica de aquella mujer. Pero lo que Jesús quiere decirnos es que si los hombres incluso con nuestras limitaciones somos capaces de hacer cosas buenas, ¡cuánto más no hará nuestro Padre del cielo que es infinito en su amor! ‘Pues Dios ¿no hará justicia con los elegidos que le gritan día y noche?’ viene a decirnos Jesús.
Confianza, pues, en Dios que es Amor y es nuestro Padre. Claro que sí nos escucha y nos concede lo que mejor necesitamos. Siempre nos dará lo mejor.
Esa confianza en Dios tiene que nacer de la fe. Cuando hemos descubierto y experimentado en nuestra vida lo bueno que es Dios, el amor que nos tiene, nos sentiremos más motivados para acudir a El con confianza.
Tendríamos que comenzar siempre nuestra oración con un acto de fe. Normalmente iniciamos cualquier oración con la señal de la cruz. Pero ¡ojo!, no hagamos la señal de la cruz mecánicamente; detengámonos a hacerla sin prisas y con sentido. Es una forma de hacer esa profesión de fe de la que hablábamos. En el nombre de Dios comenzamos; invocando al Dios en quien creemos y a quien amamos. Lo hacemos cuando venimos a rezar, o iniciamos cualquier oración. Lo hacemos al comienzo de toda celebración litúrgica. Pero, repito, hagámoslo bien y con sentido.
Si con ese acto de fe y de amor iniciamos nuestra oración, nuestro encuentro con El, ¿por qué nos va a faltar la confianza?
¿Será por eso por lo que hoy al final del Evangelio Jesús se pregunta si ‘cuando venga el Hijo del Hombre encontrará esa fe en la tierra’?
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