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domingo, 9 de noviembre de 2008

Templo, lugar y signo de la presencia de Dios

Ez. 47, 1-2.8-9.12; Sal. 45; 1Cor. 3. 9-11.16-17; Jn. 2, 13-22

La celebración de este domingo tiene un significado especial. En este día conmemoramos la dedicación de la Basílica de San Juan de Letrán en Roma, que realmente es la catedral de Roma, la Sede, entonces, del Papa. ‘Madre y cabeza de todas las iglesias de la Urbe (la ciudad, Roma) y del Orbe (toda la Iglesia)’, reza en el frontispicio de la catedral; viene a ser la celebración de este día signo de la comunión de toda la Iglesia con el Papa, sucesor de Pedro y Vicario de Cristo para toda la tierra.
Es una ocasión propicia para hacernos una reflexión, ayudados e iluminados por la Palabra de Dios proclamada, sobre el sentido del templo y de la Iglesia.
Cuando Jesús entra en el templo de Jerusalén y trata de purificarlo de aquel mercadeo que allí se realiza, al preguntarle los judíos con qué autoridad lo hacía, les responde: ‘Destruid este templo y en tres días lo levantaré’. No entienden los judíos, pero el evangelista nos aclara - ellos lo entenderían después de su resurrección de entre los muertos - que realmente ‘él les hablaba del templo de su cuerpo’.
¿Qué es un templo? Por decirlo sencillamente, podríamos decir que es un lugar sagrado que se convierte para nosotros en signo de la presencia de Dios en medio de nosotros y lugar donde de manera especial vamos a realizar, celebrar y vivir ese encuentro con Dios.
Pero en sentido cristiano, y dejándonos iluminar por lo que el mismo Jesús nos dice, para nosotros ese templo de Dios es Cristo mismo. ‘El les hablaba de su cuerpo’, hemos escuchado que decía Jesús en el Evangelio. Por eso mismo, más que quedarnos en un lugar o edificio material, nosotros pensamos en la persona de Jesucristo, verdadero lugar de encuentro del hombre con Dios, cuando El ha venido hasta nosotros ofreciéndonos el amor del Padre y en El quiere llevarnos también hasta Dios. Dios habita en El porque es el mismo Dios hecho hombre y se convierte para nosotros en camino que nos lleva hasta Dios. Podemos recordar varios textos del evangelio. ‘Nadie puede hacer las obras que tú haces si Dios no está con El’, le decía Nicodemo. ‘El que me ve a mi, ve al Padre, nadie va al Padre sino por mí... yo soy el camino, y la verdad y la vida...’ que tantas veces hemos escuchado.
Es la primera consideración que tenemos que hacernos. Es con Cristo, en Cristo y por Cristo cómo queremos dar gloria a Dios. Así lo expresamos en el momento cumbre de la Eucaristía en la doxología final de la Plegaria Eucarística.
Pero siguiendo con nuestra reflexión a la luz de la Palabra de Dios proclamada tenemos lo que nos dice el apóstol Pablo en su carta a los Corintios. Nos dice dos cosas. Por una parte nos pregunta: ‘¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?... ese templo sois vosotros’ termina diciéndonos. Por nuestra unión con Cristo, por la participación en su vida divina que El nos regala, por nuestra unción bautismal nos hemos configurado con Cristo para ser también ese templo de Dios y esa morada del Espíritu. Un aspecto importante que no podemos olvidar. De ahí la santidad que hemos de vivir. Muchas consecuencias podríamos sacar de aquí, porque tenemos que ser también por la santidad de nuestra vida signos de la presencia de Dios en medio de los hombres; y consecuencias también para el respeto que hemos de tener a los demás que igualmente son templo de Dios.
Pero también san Pablo nos propone algo más. Usa la metáfora del templo para referirse a la comunidad cristiana. ‘Sois edificio de Dios. Conforme al don que Dios me ha dado, yo como hábil arquitecto coloqué el cimiento, otro levanta el edificio. Mire cada uno cómo construye’. Pablo inició con su predicación la construcción de ese edificio de la comunidad cristiana, dándoles los fundamentos de la fe en Jesús. Luego con la colaboración de todos ese edificio se ha ido levantando con el crecimiento de la comunidad cristiana. No olvidemos que el verdadero cimiento es Cristo mismo y la fe que en El tenemos. Pero así la comunidad cristiana, la Iglesia, se convierte en ese edificio de Dios, en ese templo de Dios donde El quiere habitar de manera especial y donde damos culto a Dios con la ofrenda de nuestras vidas unidos a Cristo. La comunidad, pues, lugar de la presencia de Dios y el Espíritu Santo habita en ella. Todos unidos formamos ese edificio, ese templo del Señor. Pablo previene para que lo ayudemos a crecer y no la destruyamos con nuestras divisiones.
Finalmente fijémonos en esa bella imagen que hemos contemplado en el profeta Ezequiel; el manantial de agua que mana del templo hasta desembocar en el mar de las aguas salobres llenando de vida y haciendo fructificar todo a su paso, nos está hablando también de la Iglesia. Ese templo de Dios donde mora de manera especial el Espíritu del Señor y a través de la cual nos llega a nosotros esa gracia que nos salva, nos purifica y nos llena de vida. Ahí en la Iglesia se hace presente el Señor y en la Iglesia escuchamos su Palabra, por medio de la Iglesia nos llega la gracia de los sacramentos y se nos hace palpable y visible esa salvación de Dios. Porque así lo ha querido el Señor.
Y nos queda considerar lo que son esos templos materiales, lugares sagrados que son signo también de la presencia del Señor en medio de nosotros. ¡Cómo nos habla el templo, lugar de encuentro de la comunidad cristiana y de la celebración de la fe, de esa presencia de Dios! ¡Cómo se convierte el templo en medio de nuestro mundo en ese signo religioso que nos está hablando también de esa presencia de Dios y cómo hasta El tenemos que ir siempre para que sea en verdad el centro de nuestra vida! No nos quedamos en lo material, pero lo material es signo visible de esa realidad espiritual, de esa realidad sobrenatural que nos hace llegar la gracia del Señor. De ahí el respeto y la veneración que hemos de sentir por nuestros templos, porque su presencia visible nos está hablando de esa presencia, invisible a los ojos pero real en nuestro corazón y nuestra vida, de la presencia de Dios y su gracia.
Son nuestros lugares de encuentro y de celebración; encuentro de los hermanos, de la asamblea santa que se reúne, pero encuentro vivo también con el Señor en la oración y en la escucha de su Palabra. ‘En esta casa visible que hemos construido, donde reúnes y proteges sin cesar a esta familia que hacia ti peregrina, manifiestas y realizas de manera admirable el misterio de tu comunión con nosotros’, decimos en el prefacio. Pero pedimos algo más. ‘En este lugar, Señor, tu vas edificando aquel templo que somos nosotros, y así la Iglesia, extendida por toda la tierra, crece unida, como Cuerpo de Cristo, hasta llegar a ser la nueva Jerusalén, verdadera visión de paz’. Pedimos también que, ‘por la participación en este sacramento – la eucaristía que aquí celebramos – seamos transformados en templos del Espíritu y podamos entrar en el reino de tu gloria’.
Nos quedaría sacar muchas consecuencias para nuestra vida de lo aquí reflexionado. Santidad, unidad y comunión, sentido de Iglesia y comunidad, conciencia de nuestra dignidad y de la dignidad de todo cristiano, de todo hermano nuestro, y ser en verdad en medio de los hermanos, como templos que somos de Dios, signos también de esa presencia de Dios en medio de nuestro mundo.

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