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domingo, 12 de octubre de 2008

¡Hoy es día de fiesta, tendremos comida especial!

Isaías, 25, 6-10;
Sal. 22;
Filipenses 4, 12-14.19-20;
Mt. 22, 1-14

¡Hoy es día de fiesta, tendremos comida especial! Así pensamos y hacemos cuando tenemos algo especial que celebrar. La comida y el banquete es una categoría clave en nuestras relaciones humanas. Nos reunimos en torno a una mesa cuando queremos celebrar algo, cuando queremos alimentar nuestra amistad, realizar un reencuentro por un distanciamiento largo y difícil y hasta cuando queremos compartir una amargura o un problema. La comida es el mejor signo de comunión, manifiesta alegría y felicidad, y es expresión de solidaridad y de alianza.
Fue una de las señales mesiánicas prefiguradas por los profetas para anunciar esos tiempos nuevos y será una imagen repetida en el evangelio, tanto en los gestos y la vida de Jesús, como en sus parábolas y enseñanzas, hasta culminar en el gran signo definitivo y para siempre de su entrega y de su amor. Todos entendemos que hablamos de la Eucaristía.
El profeta nos ha hablado de esos tiempos nuevos en que se ‘preparará para todos los pueblos, en este monte, un festín de manjares suculentos, vinos de solera, manjares enjundiosos, vinos generosos’. Días de fiesta y alegría, días en que se ven colmadas todas las esperanzas, días en que desaparece para siempre el luto y el dolor, porque ‘aquel día se dirá: Aquí está nuestro Dios, de quien esperábamos que nos salvara; celebremos y gocemos con su salvación’.
Y Jesús en el evangelio nos dirá que ‘el reino de los cielos se parece a un rey que celebraba la boda de su hijo y mandó a los criados a decir a los convidados... tengo preparado el banquete... todo está a punto. Venid a la boda...’ Luego ante el rechazo de los invitados a venir, ‘los criados salieron a los caminos y reunieron a todos los que encontraron... y la sala del banquete se llenó de comensales’.
Cristo que nos llama y nos invita al banquete de la vida. Todos estamos invitados. Y no es un banquete cualquiera. Por las señales que habían dado los profetas tenía que ser una fiesta grande. Y la comida que Cristo nos ha preparado es la gracia más hermosa. Motivo de fiesta y de alegría es nuestra fe y nuestro encuentro con Cristo. Tenemos que decir también: ‘Celebremos y gocemos con su salvación’.
Es Cristo mismo que se nos ofrece. Es Cristo mismo que viene a dar un sabor nuevo a nuestro mundo. Es Cristo mismo que quiere darle un sentido nuevo a nuestra vida, y qué mejor imagen que la del banquete para expresar la alegría de ese encuentro con él, pero para expresar también ese sentido nuevo de las cosas. Comunión, alegría, felicidad, solidaridad, alianza, dijimos antes que se expresaban muy bien cuando nos sentamos alrededor de una mesa para una comida.
Pero ya sabemos. Hubo invitados que no quisieron aceptar la invitación al banquete de bodas porque querían otra cosa para su vida. Tenían tantas cosas de las que ocuparse; había tantas cosas que consideraban más importantes para su vida; era otra cosa lo que preferían: sus tierras, sus negocios, su manera de vivir. Su rechazo incluso se convirtió en señal de muerte. ‘Echaron mano de los criados y los maltrataron hasta matarlos... envió sus tropas que acabaron con aquellos asesinos y prendieron fuego a la ciudad...’
Es el interrogante que se nos platea. Nosotros, ¿qué hacemos? Ante el Evangelio que Cristo nos ofrece, ante la salvación que os regala, ante el banquete de vida al que nos invita, ¿cuál es nuestra reacción y nuestra respuesta? Muy fácil es decir que nosotros sí respondemos y aceptamos la salvación que nos ofrece, pero tenemos que confrontarlo con la realidad de nuestra vida. Y tendríamos que preguntarnos por la alegría de nuestra fe, por el amor con el que llenamos nuestra vida, por las actitudes que tenemos hacia los otros, por la generosidad de nuestro corazón, por el amor y la defensa de la vida, de toda vida. Tendríamos que preguntarnos por el valor que le damos a la Eucaristía y a los sacramentos, por la atención que prestamos a su Palabra. Tendríamos que preguntarnos si de verdad nos preocupamos de vestirnos del traje de fiesta que nos exige para participar en su banquete.
Este es otro aspecto a tener en cuenta en la parábola que Jesús nos ofrece. ‘El rey reparó en uno que no llevaba el traje de fiesta y le dijo: Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin vestirte de fiesta?’ Todos entendemos que no se está refiriendo Jesús a trajes o vestiduras externas. Si fuera por las vestiduras externas de pobreza o calamidad, quizá, como nos diría el apóstol Santiago, habría que hacerle ocupar los primeros puestos y no los últimos.
Ese traje de fiesta del que nos quiere hablar Jesús en la parábola va más por las actitudes internas que pueda haber en nuestro corazón; va más por los adornos de amor, de generosidad con que hemos de revestir nuestro corazón; va más por esa pureza interior de un corazón limpio de pecado; va más por la santidad que ha de resplandecer en nuestra vida y que tenemos que esforzarnos en alcanzar. Un corazón que no le da cabida al amor, que no es generoso o que hace discriminación con el hermano, un corazón lleno de amargura o de rencor, orgulloso y engreído de sí mismo no es un corazón con traje de fiesta para participar en el banquete que nos ofrece el Señor.
Que el banquete al que estamos invitados nos llene de la verdadera alegría, transforme nuestro corazón, nos impulse a la verdadera solidaridad y comunión, nos haga sentir con deseos de superación, de crecimiento en la fe y en el amor, siembre en nosotros la esperanza de la salvación. Purifiquemos nuestro corazón para vestirnos del traje de fiesta. Que en verdad podamos decir con toda la certeza de nuestra fe: ‘Aquí está nuestro Dios, de quien esperábamos que nos salvara; celebremos y gocemos con su salvación’, la mano del Señor está sobre nosotros.
Hoy es día de fiesta. Tenemos una comida especial: Cristo mismo se nos da como alimento y como vida.

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