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miércoles, 15 de octubre de 2008

Una meta alta: el camino de la perfección y la santidad

Eclesiástico, 15, 1-6
Sal. 88
Mt. 11, 25-30

¿Cuáles son las metas que tenemos en nuestra vida como cristianos? ¿Cuál es la meta que nos ha propuesto Jesús en el evangelio? Podemos decir que Jesús nos propone metas muy altas. No quiere que nos quedemos en la mediocridad sino que nos enseña a mirar bien alto.
Sed santos, como Dios es santo, nos dice. Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto. Nos lo repite en el sermón del monte y a través de todo el evangelio. Quiere de nosotros un amor, pero no un amor cualquiera, sino que amemos como El nos ha amado. Y ya sabemos la altura y profundidad de su amor. Porque nadie ama más que aquel que da la vida por el amado. Y es lo que hizo Jesús.
Por eso, ser cristiano, seguir a Jesús, como decíamos antes, no es cuestión de simplemente dejarnos llevar, o de andar con mezquindades. Tal es así que nos dirá que con El o contra El, porque el que no recoge conmigo desparrama. Entonces, cuando seguimos a Jesús lo que queremos hacer es seguir sus pasos. Ya sabemos como tenemos que configurarnos con El, para ser una cosa con El, para que su vida sea nuestra vida.
Cristo es el camino que nos lleva al Padre. Cristo es la verdad que nos revela el misterio de Dios. Cristo es la vida que tenemos que vivir. Cuando Jesús les dijo eso a los discípulos algunos no terminaban de entender y todavía andaban preguntando que como podían ir al Padre si no conocían el camino. Es entonces cuando Jesús les dice que quien le ve a El está viendo al Padre. Nadie va al Padre sino por mí.
Es Jesús el que nos revela el misterio de Dios. Nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar, hemos escuchado hoy en el evangelio. Y a eso ha venido El, a enseñarnos el camino, a ir delante de nosotros, a ir a nuestro lado, a dejarnos su Espíritu para que podamos conocer la verdad plena de Dios.
Un camino de ascesis tiene que vivir el cristiano. Un camino de superación, de crecimiento, de purificación de sí mismo y de todo tipo de pecado. Un camino que nos lleva a la contemplación del misterio de Dios para alcanzar la Sabiduría de Dios. Un camino que tiene que concluir en una unión íntima y profunda con Dios, sintiendo cómo Dios habita en nosotros y nosotros en El, como hemos escuchado tantas veces en el Evangelio. Vendremos a él y haremos morada en él, nos dice Jesús.
Hoy celebramos a Santa Teresa de Jesús, que hizo ese recorrido y llegó a una altura y profundidad de vida espiritual en grado místico. Ella sí que experimentó, y de qué manera, como Dios habitaba en ella y ella en Dios. No fue fácil el camino de Santa Teresa. Noches oscuras y de desierto tuvo que pasar largos años de su vida hasta que fue logrando esa purificación interior para dejar que Dios habitara en ella. Pero con la gracia del Señor pudo recorrerlo y alcanzar ese grado altísimo de la vida mística. No fue sólo su recia voluntad – era una mujer fuerte y recia – sino que fundamentalmente supo dejarse conducir por el Espíritu del Señor.
Para nosotros es estímulo y ejemplo, como siempre lo es la vida de los santos. Ya lo hemos comentado tantas veces que en ellos tenemos que ver ese ejemplo del camino de santidad que nosotros hemos de seguir. Y si algo tenemos que pedirles es que intercedan por nosotros para que logremos alcanzar esa santidad. Es lo primero y fundamental de nuestra vida, aunque muchas veces andemos preocupados por otros problemas y necesidades. 'Buscad el reino de Dios y su justicia que lo demás se os dará por añadidura...' Pero nosotros queremos que primero nos den las añadiduras.
Teresa de Jesús nos enseña ese camino de la perfección. En la oración litúrgica eso hemos pedido. ‘Suscitaste a santa Teresa por inspiración del Espíritu Santo... para mostrar a la Iglesia un camino de perfección...’ Que se encienda entonces en nosotros ‘el deseo de la verdadera santidad’.
Que aprendamos de ella a hacer de nosotros esa ofrenda de nosotros mismos como ella supo hacerlo. Es lo que pediremos en la oración de las ofrendas. No ofrecemos cosas a Dios, nos ofrecemos a nosotros mismos. Esa ofrenda que es sacrificio cuando en tantas cosas tenemos que superarnos, cuando en tanto tenemos que poner todo el amor de nuestra vida.
Y finalmente que en la santidad de nuestra vida aspiremos a cantar en todo momento las misericordias del Señor.

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