Gal. 5, 1-6
Sal. 118
Lc. 11, 37-41
¿Qué es lo que realmente tenemos dentro de nuestro corazón? Ya se dice que de lo que abunda en el corazón rebosa nuestra boca. Por eso es importante saber lo que realmente hay en lo más hondo de nosotros, porque además eso se reflejará en las actitudes y comportamientos de nuestra vida.
‘Un fariseo lo invitó a comer a su casa’, nos dice el Evangelio hoy. Pero allí estaban pendientes de lo que Jesús hacía o no hacía. ‘El fariseo se sorprendió de que Jesús no se lavara la manos antes de comer’. No era sólo la higiene lo que le preocupaba. Era su ritualismo. Continuamente se estaban restregando las manos. Podían haberse contaminado si hubieran tocado algo que fuera impuro. Como si la impureza o la maldad entrara de fuera y no la tuviéramos en el corazón.
Jesús conocía sus pensamientos. ‘Vosotros, los fariseos, limpiáis por fuera la copa y el plato, mientras por dentro rebosáis de robos y maldades’. Queda bien descrito. Eran muy estrictos en el cumplimiento de la letra de la ley. Pero les faltaba alma. O más bien sobraba maldad en el corazón. Pagaban el diezmo hasta de la hierbabuena, de la ruda y de toda clase de legumbres, les echaba en cara Jesús, ‘pero olvidáis, pasáis por alto el derecho y el amor de Dios’.
Todo lo cifraban en el cumplimiento estricto y a la letra de la ley, pero faltaba lo más importante en el corazón. ¿Dónde ponían la salvación? ¿en las obras que hicieran o en la gracia del Señor? Es el Señor el que nos salva. Es cierto que tenemos que responder con las obras de nuestra vida. Si el Señor nos ha salvado, hemos de vivir esa salvación; hemos de vivir de forma congruente conforme a esa salvación. Ya nos decía el apóstol Pablo ‘no os sometáis de nuevo al yugo de la esclavitud’.
‘La esperanza del perdón que aguardamos es obra del Espíritu, por medio de la fe...’ nos enseña san Pablo. Creemos y creemos en aquel que es nuestro Salvador. El Señor es el que nos salva. Es pura gracia, don, regalo fruto de la liberalidad del Señor, del amor que el Señor nos tiene. No son nuestros méritos, porque entonces no hubiera sido necesario que Cristo muriera por nosotros.
‘Lo único que cuenta es una fe activa en la práctica del amor’, termina diciéndonos hoy el apóstol. Fe activa. La fe no es una pasividad, un dejar hacer. La fe con la que respondemos al amor que el Señor nos tiene tiene que traducirse, reflejarse en las obras del amor. Es nuestra respuesta y nuestra vida que glorifica así al Señor.
Por eso, démosle hondura a las cosas que hacemos. Por eso es importante ver lo que tenemos en el corazón. Por eso tenemos que llenarnos del amor de Dios que es lo que nos dará la mayor hondura. Por eso ese enriquecimiento de nuestra espiritualidad. No podemos ser unas personas vacías, superficiales, a las que nos falte esa hondura de nuestra vida. Es lo que va a ser como nuestro motor, lo que le irá dando ese sentido y ese valor a todo lo que hacemos. Es la riqueza que tenemos en el corazón y con la que tenemos que enriquecer a los demás.
Por tanto nos es el cumplimiento ritual o a la letra de aquello que tengamos que hacer. Es algo más. Hay un peligro. Que nos contentemos con hacer las cosas, pero no dándole importancia a esa hondura de nuestra vida, a esa espiritualidad. Y nos puede pasar en muchos detalles de nuestra vida, desde el cumplimiento de nuestros deberes y obligaciones hasta la expresión de nuestra religiosidad y la participación en las celebraciones litúrgicas.
Algunas veces parece que estamos y no estamos. Hacemos las cosas ritualmente con toda perfección pero nuestra mente y nuestro corazón están lejos, estamos distraídos, no pensamos en lo que estamos haciendo. Nos pasa en la oración, nuestros labios van repitiendo una y otra vez las oraciones, pero ¿nuestro corazón estará orando? Vamos desarrollando con toda fidelidad el rito de la celebración, de la Misa o de cualquier otra celebración litúrgica, pero ¿nosotros estamos de verdad desde nuestro corazón en esa alabanza, en esa acción de gracias, en ese encuentro con el Señor?
Si estamos vacíos por dentro poco bueno podemos dar. Llenemos nuestro corazón de espiritualidad, dejémonos encontrar por el Señor, alabemos al Señor no solo con palabras sino con toda nuestra vida. No nos preocupemos sólo de limpiar la copa o el plato por fuera, sino que dentro esté no sólo limpio sino rebosante de una rica espiritualidad.
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