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lunes, 18 de agosto de 2008

Que por la fuerza del Espíritu lleguemos a un amor desinteresado y generoso

Ez. 24, 15-24
Sal.50
Mt. 19, 16-22

Un joven bueno y cumplidor, insatisfecho que busca algo más, pero incapaz de dar el paso definitivo. Así me atrevo a considera al joven rico del que nos habla el evangelio.
‘Se acercó a Jesús y le preguntó: Maestro, ¿qué tengo que hacer de bueno para obtener la vida eterna?’. Ahí está manifestando su insatisfacción por lo que hasta entonces hacía. Quería algo más. Ante la propuesta de Jesús de cumplir los mandamientos, ‘no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre, y ama a tu prójimo como a ti mismo’, responde: ‘Todo eso lo he cumplido, ¿qué me falta?’ Era un joven bueno y cumplidor. Uno de los evangelistas especifica que Jesús se le quedó mirando. Una mirada de cariño y de admiración. ¡Claro que tiene uno que admirarse ante un joven que cumple los mandamientos y que es bueno!
Pero él sigue deseando algo más – ‘¿qué me falta?’ - y Jesús se lo propone: ‘Si quieres llegar hasta el final, vende lo que tienes, da el dinero a los pobres – así tendrás un tesoro en el cielo – y luego vente conmigo’.
Aquí llegó el momento de la indecisión, donde no fue capaz de dar el paso definitivo. ‘Al oír esto, el joven se fue triste, porque era rico’.
Cuando llega este momento solemos cargar las tintas sobre el joven rico, porque no fue capaz de dar el paso siguiente. Pero, con sinceridad, yo me pregunto, ¿es que nosotros somos mejores?, ¿acaso nosotros damos también siempre ese paso que nos pide Jesús para llegar hasta el final? ¡Qué fácil es mirar y juzgar a los demás y qué difícil es mirarnos a nosotros mismos!
También nosotros decimos muchas veces, yo no mato ni robo, yo no tengo pecados. Puede ser cierto, y no soy quién para dudarlo, que cumplamos fielmente los mandamientos uno por uno. Somos quizá cumplidores, pero nos falta la entrega de nuestro amor, la generosidad de nuestro espíritu, el desprendimiento de nuestros apegos. No es solo necesario un cumplimiento formal, pero que puede ser frío y falto de espíritu. Es la exquisita delicadeza de nuestro amor. Es una generosidad sin límites.
Jesús proclamó en la primera de sus bienaventuranzas: ‘Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos’. Que por la fuerza del Espíritu nos hagamos pobres; que por la fuerza del Espíritu seamos capaces de vivir como si no poseyéramos; por la fuerza del Espíritu que seamos desprendidos con generosidad para compartir desinteresadamente; que por la fuerza del Espíritu nos arranquemos de nuestros apegos, de nuestro yo egoísta e insolidario.
¡Cuántas cosas ‘mías’ tenemos de las que nos cuesta desapegarnos! ¡Cuántas cosas tenemos que vender! Miremos con ojos sinceros nuestra vida.
Porque sí cumplimos porque queremos cumplir los mandamientos formalmente, no queremos hacer daño a nadie de forma consciente, pero no es sólo eso. Hay algo más hondo que tiene que estar por debajo de todo ese cumplir, en el fondo de ese no querer hacer daño a los demás. Es el espíritu del amor. Porque no ayudo o comparto simplemente para que mañana me ayudes a mí o compartas conmigo, porque tú lo hiciste ayer. Eso es irnos pagándonos mutuamente las cosas buenas que nos hacemos. Amar es hacerlo como lo hizo Jesús con generosidad, desinteresadamente, aunque no seamos correspondidos en nuestro amor.
Es lo que quizá le faltó a aquel joven, pero también quizá nos falta muchas veces a nosotros. Que la fuerza del Espíritu del Señor nos ilumine y nos fortalezca para que seamos capaces de atesorar ese tesoro en el cielo.

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