La fe de una mujer cananea
La Palabra de Dios quiere siempre iluminarnos en nuestra vida concreta, en las situaciones nuevas que vivimos cada día. Es una Palabra viva y de vida. Por eso, ante ella tenemos que ponernos con sinceridad y apertura de corazón desde esa realidad concreta que vivimos. Es importante esa sinceridad de nuestra vida y esa escucha con corazón abierto.
Digo situaciones nuevas que vivimos cada día, porque esa es nuestra realidad hoy. Pienso en este mundo cambiante que estamos viviendo. Vemos cómo cada día van cambiando las costumbres y ya no todo es igual, por mucho que nosotros nos empeñemos; cómo cada día nos vamos encontrando con gente nueva, gente que ha venido de otros países; cómo ya no pensamos todos de la misma manera, y cada uno tiene su opinión sobre la vida, la sociedad, la solución de los problemas que nos encontramos; cómo no todos entienden la religión de la misma forma, observamos a nuestro lado a gente de otras religiones y nos tocan incluso a la puerta los que vienen a ofrecernos cada día su forma de entender la religión. Y así muchas cosas más.
¿Qué hacemos ante todo eso? Tenemos la tentación de mirar de reojo a la gente nueva que viene a vivir en nuestra tierra; puede aparecer el miedo, los recelos o la desconfianza a todo y a todos; podemos encerrarnos en nuestro grupito y en los que piensan como nosotros y aislarnos; tenemos también el peligro de dejarnos influir por cualquier novedad o cualquier cosa que nos digan... Muchas reacciones y posturas. Pero, me pregunto, ¿por qué no miramos lo bueno que puede haber en todo eso? ¿Por qué no se establecen unas relaciones humanas y de respeto entre todos? ¿Cuál ha de ser mi postura como cristiano que sigo a Jesús?
En el evangelio contemplamos una situación algo semejante. ‘Jesús se marchó y se retiró al país de Tiro y de Sidón’. Eso estaba ya fuera de los límites de Israel. Quienes allí vivían no eran principalmente los judíos. Eran cananeos. Y contemplamos que ‘una mujer cananea, saliendo de uno de aquellos lugares, se puso a gritarle: Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy malo’.
Lo que sucede a continuación nos choca un poco y nos cuesta en principio entender. La reacción que manifiesta Jesús de entrada aparece como la normal de cualquier judío que no quiere mezclarse con los gentiles y se creían que la salvación sólo les pertenecía a ellos. Pero tenemos que descubrir algo más. La lectura nos la da el final de este relato. Porque tras el diálogo, un tanto duro, que se cruza entre Jesús y aquella mujer, Jesús terminará reconociendo la fe grande de aquella mujer. ‘Mujer, ¡qué grande es tu fe! Que se cumpla lo que deseas’.
Jesús valora la fe de esta mujer, que no es judía. ‘¡Qué grande es tu fe!’ Nos hace recordar también otro caso, cuando el centurión romano, un pagano, viene también hasta Jesús con una fe ilimitada a pedir la curación de su criado. ‘No he encontrado en Israel en nadie tanta fe’, diría Jesús entonces.
¿Qué nos está enseñando Jesús? Primero que nada que tenemos que saber valorar lo bueno de los demás venga de donde venga. No valen prejuicios ni actitudes previas de desconfianza. Nos parece tantas veces que nosotros somos los únicos que saber hacer cosas buenas. Nos hemos encerrado tanto en nosotros mismos que ya no tenemos ojos para ver lo bueno de los demás. Pero en toda persona, sea quien sea, piense como piense, provenga de donde provenga, hay muchas cosas buenas. Tenemos que valorar a los demás. No nos podemos creer únicos. Quizá nos haga falta una apertura de corazón hacia los otros, hacia todos, para descubrir la dignidad y lo bueno de cada persona.
Es necesario, pues, también saber descubrir y valorar la fe que tienen las otras personas, sean quienes sean. No tenemos la exclusividad de la fe. Hemos de ser muy respetuosos siempre de la fe de los demás, aunque nos parezca que es una fe sencilla. Muchas veces esas personas, aunque no sean cristianos, en su coherencia de vida y hasta en su compromiso pudieran darnos un ejemplo y un testimonio grande a quienes venimos mucho a la Iglesia y nos llamamos cristianos, pero quizá no vivimos tan congruentemente nuestra fe.
Hay algo más que podemos encontrar en esta Palabra hoy proclamada. La universalidad de la fe y de la salvación. También esta mujer cananea, que no es judía, como lo fue el centurión romano al que hacíamos antes referencia, es beneficiaria de la salvación que nos ofrece Jesús. No es exclusividad del pueblo judío. Lo cual podemos encontrar ya en Isaías, en la primera lectura hoy proclamada. ‘A los extranjeros que se han dado al Señor para servirlo y para amar el nombre del Señor y ser sus servidores y perseveran en mi alianza...guardando el derecho y practicando la justicia... los traeré a mi monte santo, los alegraré en mi casa de oración...’ nos decía el profeta.
Jesús quiere que a todos los hombres alcance su salvación y por todos El ha ofrecido su Sangre derramada en la Cruz. Si con las actitudes que vemos reflejadas en la mujer cananea, o como nos ha dicho el profeta Isaías acudimos al Señor, de El siempre obtendremos la salvación porque así de generoso es el corazón del Señor para con nosotros.
En la mujer cananea, por ejemplo, podemos admirar su fe, su confianza, su humildad, su perseverancia. Nada le hace desistir de la confianza que ha puesto en el Señor. Humildemente espera alcanzar aunque sea lo que se caiga de la mesa. Es perseverante en su súplica hasta alcanzar lo que pide, como nos enseñará Jesús tantas veces en el Evangelio.
Creo que este doble mensaje que hemos escuchado puede valernos mucho para el día a día de nuestra vida. Unas actitudes nuevas en nuestra relación con los demás, con una apertura más amplia de nuestra mirada y nuestro corazón, por una parte. Y por otra parte ese deseo de que la salvación de Jesús pueda alcanzar a todos los hombres, lo que nos llevaría a un compromiso más serio de ese anuncio del evangelio a todos los que nos rodean, para que todos puedan vivir esa gracia y salvación que Jesús nos ofrece.
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