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jueves, 21 de agosto de 2008

Tengo preparado el banquete, venid a la boda vestidos con el traje de fiesta

Ez. 36, 23-28
Sal. 50
Mt. 22, 1-14

‘Volvió Jesús a hablar en parábolas a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo’. La parábola que Jesús propone en primer lugar es una lectura de lo que ha sido la historia del pueblo de Israel – fijémonos que se dirige de manera especial a ‘los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo’ – a quien Dios en un amor de predilección especial quiso ofrecer el banquete de la salvación, pero que luego vemos que ofrece a todos los hombres de cualquier nación y lugar.
El pueblo de Israel no supo escuchar ni aceptar la Palabra que Dios le ofrecía, por eso escuchamos al profeta que hace un anuncio de esa salvación para todos los hombres. ‘Os recogeré de entre las naciones, os reuniré de todos los países y os llevaré a vuestra tierra’.
Hagamos una lectura sobre nuestra propia historia y sobre nuestra propia vida. Todos somos invitados a ese banquete de la salvación. Decir que es muy hermosa la imagen que nos ofrece la parábola comparando el Reino de los cielos a un banquete de bodas. Un banquete preparado y al que somos invitados. ‘Mandó sus criados para que avisaran a los convidados... tengo preparado el banquete y todo está a punto. Venid a la boda... Id ahora a los cruces de los caminos y a todos los que encontréis, convidadlos a la boda...’
Somos invitados al banquete del Reino de los cielos y será el Señor el que nos vista el traje de fiesta para participar en él. Había anunciado el profeta: ‘Derramaré sobre vosotros un agua pura que os purificará: de todas vuestras inmundicias e idolatrías os he de purificar; y os daré un corazón nuevo y os infundiré un espíritu nuevo; arrancaré de vuestra carne el corazón de piedra y os dará un corazón de carne. Os infundiré mi espíritu...’
Hemos de dejarnos purificar por la gracia del Señor. No son nuestros méritos los que os hacen acreedores de poder participar en ese banquete del reino de los cielos, sino que en el Señor el que nos invita y nos purifica para que podamos participar en él. Su voz nos llama continuamente. Su Palabra nos ilumina. La gracia de los sacramentos nos purifica y nos fortalece.
De cuántas manera llega la gracia del Señor a nuestra vida cada día. En esa Palabra que resuena y nosotros tenemos la posibilidad de escuchar. En tantos momentos de gracia que vamos recibiendo, en hechos, acontecimientos, gestos y señales que suceden a nuestro alrededor y que no son otra cosa que llamada del Señor.
Vistámonos del traje de fiesta, del traje de la gracia para hacernos dignos de participar en el banquete. Vivamos nuestra vida en comunión de amor con nuestros hermanos. Abramos nuestro corazón al amor y la compasión en el compartir con los demás. Descubramos al Señor que llega a nuestra vida y que hemos de saber descubrir de manera especial en los pobres, los humildes, los que sufren. Son llamadas del Señor. Invitaciones a la gracia que no hemos de desoír.
No endurezcáis vuestro corazón, escuchad la voz del Señor’. Es la advertencia, la llamada, la invitación.

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