Tenemos
que pensar por donde anda nuestra cabeza cuando rezamos, cuando estamos en
nuestras celebraciones y si las hacemos atractiva para quienes nos observan
1Reyes 8, 22-23. 27-30; Sal 83; Marcos 7,
1-13
Nos puede suceder a cualquiera; estamos
haciendo un trabajo que consista, por ejemplo, en repetir mecánicamente lo
mismo una y otra vez, y es tal el ritmo en el que entramos en la repetición de
las mismas cosas que lo estamos haciendo y en nuestra cabeza no sabemos donde
andamos; con nuestra imaginación podemos dejar volar la mente, mientras
mecánicamente hacemos una y otra vez las mismas cosas y hasta lo podemos hacer
con una cierta perfección. Quizás en un momento tropezamos o hacemos algo que
no sale dentro de la normalidad de lo que estábamos haciendo y nos preguntamos
que dónde teníamos la cabeza, porque seguramente estaría en otra parte.
Entramos como en una rutina repetitoria y realmente no sabemos ya al final ni
lo que estábamos haciendo.
Pero esto nos puede suceder en muchas
cosas. Es el trabajo en serie o en cadena que podemos realizar en muchos
momentos, como son las cosas que hacemos en casa cada día, por ejemplo,
limpieza, comida, atención de las cosas de la casa, etc.… que si no le ponemos
intensidad a la vida, terminamos en un hastío hacia lo que hacemos, nos
aburrimos con lo que hacemos y al final los resultados no son nada buenos
porque no hacemos bien lo que tendríamos que hacer poniendo amor. Y cuidado que
esto nos puede suceder en nuestras relaciones de los unos con los otros, en las
relaciones de amistad o en las relaciones de pareja, como se dice ahora.
Esto, hemos de reconocer también, que es un
peligro que nos puede suceder en las expresiones religiosas que utilizamos en
la vida, como en nuestras celebraciones que podemos convertir en unos ritos
repetitivos sin saber realmente lo que estamos haciendo. Hay gente que reza
para dejarse dormir; pero lo malo es que nos durmamos mientras estamos rezando,
porque significa que nuestra mente, mientras repetimos aquellas palabras de las
oraciones, la tenemos en otro lado. Es un peligro, repito, muy común.
¿Hay autenticidad en lo que hacemos?
Podríamos decir quizás que hay buena voluntad, pero eso solo no basta. Es por
lo que terminamos convirtiendo la religión, los actos religiosos, en unos ritos
a los que nos contentamos con asistir, pero sin llegar meternos hondamente en
la celebración. Terminamos, como solemos decir, en unos cumplimientos rituales
pero con poco contenido de vida.
Es una pendiente muy peligrosa porque así
vayamos cayendo por la pendiente de la tibieza que puede terminar en la
indiferencia, porque con esa frialdad con la que nos vamos arrastrando las
cosas van perdiendo hondura y van perdiendo sentido y terminamos por abandonar.
Es un camino peligroso por el que podemos resbalarnos como vemos que tantos
antes que nosotros han resbalado y sabemos cuál es el final de todas las cosas.
De esto nos está previniendo el
evangelio de hoy. Acuden a Jesús los fariseos y algunos escribas que han bajado
de Jerusalén precisamente para eso con una cuestión que puede parecer baladí,
pero que para ellos parecía ser de vital importancia. Los discípulos de Jesús
comen sin lavarse las manos. Claro esto era muy importante para aquellos
rigoristas de la religión, no se podía comer sin lavarse bien antes porque
aquello podía convertirse en una impureza. ‘Los discípulos no siguen la
tradición de los mayores y comen con manos impuras’. ¡Vete a saber qué es
lo que han tocado antes esas manos! Porque si tocaron algo que era impuro,
impuros quedaban ellos también. Y eran tantas las cosas que consideraban
impuras que había que andarse con cuidado. Lo de menos era la higiene, aunque
ahí tuviera su origen.
Jesús no se ríe, aunque a nosotros nos
den ganas de reírnos; Jesús lamenta la superficialidad con que se toman la
vida. Y les recuerda lo que habían dicho ya los profetas sobre ser muy
cumplidores, pero tener el corazón lejos de Dios. Y eso, les dice Jesús, es lo
que les está sucediendo a ellos. ‘Dejáis a un lado el mandamiento de Dios
para aferraros a la tradición de los hombres’.
Ante lo que escuchamos en el evangelio
podemos quedarnos en juzgar la superficialidad con que vivían aquellos fariseos
su vida religiosa y de relación con Dios, o podemos mejor comenzar a pensar en
nosotros cuál es la intensidad, cuál es la profundidad que le damos a lo que
hacemos, y podemos pensar de forma muy concreta en todos nuestros actos de
religiosidad. Lo que decíamos antes, ¿por donde anda nuestra cabeza cuando
rezamos, cuando estamos en nuestras celebraciones? ¿También nuestro corazon
estará lejos de Dios, como denunciaba Jesús?
Creo que tenemos que tener una mirada
muy sincera a lo que hacemos, porque estamos cayendo, por ejemplo, en que
nuestras celebraciones son cada vez más frías, más rutinarias, poco
participativas, con poca intensidad espiritual. Parece que vamos solamente a
cumplir y a ver cuanto más pronto terminamos para irnos a hacer otra cosa,
porque tenemos tantas cosas que hacer.
Creo que tenemos muchas cosas que revisar en nosotros mismos, en lo que
hacemos y en lo que tendríamos que vivir con mayor intensidad.
¿Nuestra manera de celebrar la fe es
atractiva para aquellos que nos ven, para aquellos que vienen quizás de forma
ocasional? ¿Se quedarán con ganas de volver o no volverán más? Es duro y es
triste.
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