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viernes, 9 de febrero de 2024

En un mundo de muchas comunicaciones vivimos quizás muy incomunicados con lo cercano a nosotros y necesitamos una mano que nos despierte de nuestras sorderas

 


En un mundo de muchas comunicaciones vivimos quizás muy incomunicados con lo cercano a nosotros y necesitamos una mano que nos despierte de nuestras sorderas

1  Reyes 11,29-32; 12,19; Sal 80; Marcos 7,31-37

¿Nos estaremos quedando sordos? Hay quienes hablan de que las estadísticas suben, que los sonidos fuertes y estridentes que se utilizan en muchas manifestaciones músico culturales pueden estar dañando nuestros oídos, que los cascos o los auriculares que se utilizan para escuchar música desde toda esa amplia gama de reproductores que cada vez se van multiplicando más – y no me atrevo a decir nombres porque creo que me he quedado obsoleto en el conocimiento de estos aparatos que cada vez se multiplican más – pueden estar llevándonos a una nueva generación de sordos o de personas que con los años van a tener muchos problemas con la audición. No es raro ya encontrarnos a muchas personas con audífonos para mejorar la audición, que hasta yo mismo ya tengo que llevarlo. Claro que están las sorderas congénitas, y como consecuencia en muchos también la imposibilidad de comunicarse mediante el lenguaje hablado. ¿Nos estaremos quedando sordos? Nos preguntábamos al principio.

Hay en nuestra sociedad que por otra parte va avanzando en muchas mejores ya va siendo normal el contemplar el uso del lenguaje de signos para aquellas personas que no pueden oír y que entonces realmente, como ha sucedido desde siempre, tienen una barrera casi infranqueable para comunicarse y para relacionarse con los demás. Duro es no poder oír, por esa incomunicación y también, por qué no decirlo, por la incapacidad para escuchar también tantas maravillas que nos puede ofrecer la naturaleza, o que el hombre con su capacidad artística puede crear. Muchas cosas se pueden derivar de todo esto. Porque quizás tendríamos que estarnos preguntando si acaso son solo esas las sorderas que  nos incomunican y que nos afectan a los hombres y mujeres de hoy.

Hoy el evangelio nos habla de que mientras Jesús iba atravesando la Decápolis en su vuelta desde la tierra de los cananeos o fenicios, como ayer contemplábamos también en el evangelio, se encuentra con que le presentan a un hombre sordo y que también era mudo para que Jesús lo curase. Hemos escuchado el relato que con sencillez nos hace el evangelista. Jesús que lo aparta de la gente – qué estridente es el barullo de mucha gente alrededor cuando se ha mermado la capacidad de la audición -, y tocando sus oídos y la lengua le dice: ‘Effetá’, ¡ábrete! Y sus oídos quedaron restablecidos. ‘Y al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y hablaba correctamente’.

Un signo más de la llegada del Reino. Los sordos oyen y los mudos pueden hablar. Lo que había anunciado Jesús en la Sinagoga de Nazaret con las palabras del profeta. Una buena nueva se anunciaba a los pobres y a los que sufren. Llegaba el tiempo de la liberación, llegaba el año de la gracia del Señor.

Un signo que tenemos que ver realizado también en el hoy de nuestra vida y de nuestro mundo. Las señales del Reino de Dios que han de manifestarse hoy. Porque el Reino de Dios es también para el hoy de nuestra vida. Unas nuevas señales que nosotros tenemos que dar. Unos oídos que tenemos que abrir, comenzando por la atención que con mayor intensidad tendríamos que dar en ese mundo de los sordos. Señales y pasos vamos dando hoy y ya los sordos no son los que se quedan a un lado en nuestras comunidades y en nuestras celebraciones, porque comenzamos a tener para ellos una atención especial, aunque mucho aun queda por hacer.

Pero más señales tenemos que dar en nuestro mundo, porque quizás muchas veces nos hacemos sordos para no escuchar lo que son los anhelos del hombre de hoy queriéndole dar una respuesta. ¿Seremos nosotros los que necesitamos ser curados? ‘No hay peor sordo que el que no quiere oír’ se suele repetir, sin darnos cuenta que quizás nosotros no queremos oír. Nos desentendemos, vamos a lo nuestro, nos encerramos en nuestras cositas.

Igual que muchas veces hemos contemplado esa imagen de un grupo grande de personas que están en un determinado lugar, o a acudido a alguna cosa, muchas veces incluso un encuentro familiar, pero los vemos todos incomunicados los unos con los otros, porque cada uno está con su móvil en la mano atendiendo a lo que en él pueda encontrar o recibir, pero no termina de ver ni de escuchar a la persona que tiene a su lado. Va, por ejemplo a visitar a la familia, pero no se comunica con la familia que tiene a su lado porque está en otra honda queriendo comunicarse con el que está lejos.

En un mundo de muchas comunicaciones vivimos incomunicados con los que tenemos a nuestro lado. Ya es terrible este hecho en si mismo, pero también tenemos que decir que es bien significativo de esa incomunicación que vivimos los unos con los otros, de esa sordera que nos hechos creado para no escuchar al que está a nuestro lado, mientras quizás queremos escuchar al que está al otro lado del mundo.

Cabría también reflexionar aquí de esa necesidad de abrir nuestros oídos para Dios, para escuchar su Palabra, para sentir la presencia de Dios en nuestro corazón. ¿No habrá también muchos bullicios de nuestro mundo que nos ensordecen para Dios? Necesitamos, es cierto, afinar nuestros oídos para escuchar mejor a Dios que nos habla en el corazón.

¿Necesitaremos esa mano que nos toque allá en lo más hondo de nosotros y nos diga también ‘effetá’ (¡ábrete!)?

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