En un
mundo de muchas comunicaciones vivimos quizás muy incomunicados con lo cercano
a nosotros y necesitamos una mano que nos despierte de nuestras sorderas
1 Reyes 11,29-32; 12,19; Sal 80;
Marcos 7,31-37
¿Nos estaremos quedando sordos? Hay
quienes hablan de que las estadísticas suben, que los sonidos fuertes y
estridentes que se utilizan en muchas manifestaciones músico culturales pueden
estar dañando nuestros oídos, que los cascos o los auriculares que se utilizan
para escuchar música desde toda esa amplia gama de reproductores que cada vez
se van multiplicando más – y no me atrevo a decir nombres porque creo que me he
quedado obsoleto en el conocimiento de estos aparatos que cada vez se
multiplican más – pueden estar llevándonos a una nueva generación de sordos o
de personas que con los años van a tener muchos problemas con la audición. No
es raro ya encontrarnos a muchas personas con audífonos para mejorar la
audición, que hasta yo mismo ya tengo que llevarlo. Claro que están las
sorderas congénitas, y como consecuencia en muchos también la imposibilidad de
comunicarse mediante el lenguaje hablado. ¿Nos estaremos quedando sordos? Nos preguntábamos
al principio.
Hay en nuestra sociedad que por otra
parte va avanzando en muchas mejores ya va siendo normal el contemplar el uso
del lenguaje de signos para aquellas personas que no pueden oír y que entonces
realmente, como ha sucedido desde siempre, tienen una barrera casi
infranqueable para comunicarse y para relacionarse con los demás. Duro es no
poder oír, por esa incomunicación y también, por qué no decirlo, por la
incapacidad para escuchar también tantas maravillas que nos puede ofrecer la
naturaleza, o que el hombre con su capacidad artística puede crear. Muchas
cosas se pueden derivar de todo esto. Porque quizás tendríamos que estarnos
preguntando si acaso son solo esas las sorderas que nos incomunican y que nos afectan a los
hombres y mujeres de hoy.
Hoy el evangelio nos habla de que
mientras Jesús iba atravesando la Decápolis en su vuelta desde la tierra de los
cananeos o fenicios, como ayer contemplábamos también en el evangelio, se
encuentra con que le presentan a un hombre sordo y que también era mudo para
que Jesús lo curase. Hemos escuchado el relato que con sencillez nos hace el
evangelista. Jesús que lo aparta de la gente – qué estridente es el barullo de
mucha gente alrededor cuando se ha mermado la capacidad de la audición -, y
tocando sus oídos y la lengua le dice: ‘Effetá’, ¡ábrete! Y sus oídos
quedaron restablecidos. ‘Y al momento se le abrieron los oídos, se le soltó
la traba de la lengua y hablaba correctamente’.
Un signo más de la llegada del Reino.
Los sordos oyen y los mudos pueden hablar. Lo que había anunciado Jesús en la
Sinagoga de Nazaret con las palabras del profeta. Una buena nueva se anunciaba
a los pobres y a los que sufren. Llegaba el tiempo de la liberación, llegaba el
año de la gracia del Señor.
Un signo que tenemos que ver realizado
también en el hoy de nuestra vida y de nuestro mundo. Las señales del Reino de
Dios que han de manifestarse hoy. Porque el Reino de Dios es también para el
hoy de nuestra vida. Unas nuevas señales que nosotros tenemos que dar. Unos oídos
que tenemos que abrir, comenzando por la atención que con mayor intensidad
tendríamos que dar en ese mundo de los sordos. Señales y pasos vamos dando hoy
y ya los sordos no son los que se quedan a un lado en nuestras comunidades y en
nuestras celebraciones, porque comenzamos a tener para ellos una atención
especial, aunque mucho aun queda por hacer.
Pero más señales tenemos que dar en
nuestro mundo, porque quizás muchas veces nos hacemos sordos para no escuchar
lo que son los anhelos del hombre de hoy queriéndole dar una respuesta.
¿Seremos nosotros los que necesitamos ser curados? ‘No hay peor sordo que el
que no quiere oír’ se suele repetir, sin darnos cuenta que quizás nosotros no
queremos oír. Nos desentendemos, vamos a lo nuestro, nos encerramos en nuestras
cositas.
Igual que muchas veces hemos
contemplado esa imagen de un grupo grande de personas que están en un
determinado lugar, o a acudido a alguna cosa, muchas veces incluso un encuentro
familiar, pero los vemos todos incomunicados los unos con los otros, porque
cada uno está con su móvil en la mano atendiendo a lo que en él pueda encontrar
o recibir, pero no termina de ver ni de escuchar a la persona que tiene a su
lado. Va, por ejemplo a visitar a la familia, pero no se comunica con la
familia que tiene a su lado porque está en otra honda queriendo comunicarse con
el que está lejos.
En un mundo de muchas comunicaciones
vivimos incomunicados con los que tenemos a nuestro lado. Ya es terrible este
hecho en si mismo, pero también tenemos que decir que es bien significativo de
esa incomunicación que vivimos los unos con los otros, de esa sordera que nos
hechos creado para no escuchar al que está a nuestro lado, mientras quizás
queremos escuchar al que está al otro lado del mundo.
Cabría también reflexionar aquí de esa
necesidad de abrir nuestros oídos para Dios, para escuchar su Palabra, para
sentir la presencia de Dios en nuestro corazón. ¿No habrá también muchos
bullicios de nuestro mundo que nos ensordecen para Dios? Necesitamos, es
cierto, afinar nuestros oídos para escuchar mejor a Dios que nos habla en el
corazón.
¿Necesitaremos esa mano que nos toque
allá en lo más hondo de nosotros y nos diga también ‘effetá’ (¡ábrete!)?
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