Vete
a casa con los tuyos y anúnciales lo que el Señor ha hecho contigo y que ha
tenido misericordia de ti
2 Samuel 15, 13-14. 30; 16, 5-13ª; Sal
3; Marcos 5, 1-20
¿De qué hablamos con los demás? ¿Qué
cosas son las que habitualmente nos comunicamos en nuestras conversaciones?
Bien sabemos que las noticias vuelan, y no nos referimos en este momento a las
redes sociales o de informática, o como se llamen, con que el mundo está
intercomunicado de manera que cualquier cosa que suceda en cualquier lugar del
mundo, casi al momento tenemos noticia de ello. Es esa red más familiar o
vecinal, que podemos llamar, con las que nos comunicamos las cosas de día a
día, de ventana a ventana, o en cualquier lugar de la plaza. Esas ‘comidillas’
en las que nos contamos lo ultimo que le haya sucedido al vecino o al pariente
de al lado.
Eso nos trasmitimos cualquier
comidilla, vamos a llamarlo así, pero esas experiencias que hemos tenido en
nuestro interior, esos planteamientos nuevos que nos hacemos en la vida, esas
cosas que hablan de nuestro yo, de nuestros intereses profundos, de las metas
que nos proponemos, o de las luces que recibimos que nos hacen mirar la vida de
otra manera, hacernos otros planteamientos, no son precisamente cosas que estén
en nuestra agenda del día para comunicarnos unos a otros.
Y todos tenemos experiencias hondas en
la vida, todos en alguna ocasión hemos tenido un momento de luz en que hemos
descubierto algo que nos hace plantearnos las cosas de otra manera. Cuando
hablamos entre creyentes, seguro que hemos tenido esas experiencias de fe, de
orden religioso o en ese otro ámbito más profundo que nos hace descubrir
caminos nuevos, algo por lo que darnos, algo que podemos hacer en bien de los
demás. Esas cosas realmente nos las guardamos, no somos muy dados a compartir.
Y ahí sí que está el ser de nuestra persona, ahí sí que aparecen cosas
fundamentales para nuestra vida. Pero se nos quedan en lo secreto del corazón;
para esas cosas sí que nos ruborizamos cuando tenemos que hablar de nosotros
mismos.
Yo diría que es la invitación que se
nos está haciendo desde la Palabra de Dios. En el relato del evangelio vemos
que Jesús con los discípulos en la barca ha llegado a una región donde en el
fondo no es bien recibido. Es la región de los gerasenos, en la Decápolis,
aunque limitando con Israel es zona de gentiles, de no judíos.
Allí hay un hombre, que además está
causando también muchos problemas a la población. Poseído por un espíritu
inmundo, en expresión que se suele emplear, vive como un loco en los cementerios,
y causando mucho daño a la población. Al llegar a Jesús aquel espíritu del mal
se enfrenta a Jesús. No vamos a entrar en detalles que ahora no nos son tan
necesarios, pero que hemos visto en la lectura del evangelio, y finalmente
Jesús libera a aquel hombre de aquel espíritu maligno. Será de una piara de
cerdos de la que se apodere el maligno para hacer que se despeñen ladera abajo
y se ahoguen todos los cerdos en las aguas del lago. Al ser advertida la
población de lo que sucede, le rogarán a Jesús que se vaya a otra parte. Quizás
se había puesto en peligro su economía con la pérdida de la piara de cerdos –
lo que indica que no eran judíos – y veían comprometida incluso su subsistencia
con la presencia de Jesús, por no entender el signo que Jesús había realizado.
Jesús no se impone, porque El siempre
lo que va haciendo es una oferta de amor, y marcha Jesús a otros lugares. Es
aquí donde aparece de nuevo aquel hombre liberado por Jesús que quiere
seguirle. Pero Jesús le dice que no, que vaya a anunciar a los suyos lo que
Dios ha realizado en su vida. Aquella experiencia que El ha tenido del amor de
Dios en su vida hay que hacerla conocer a los que le rodean. La gente no había
sabido ver el significado del signo de Jesús y por eso le rechazan. Será necesario
que alguien desde lo que ha vivido, desde su propia experiencia del actuar de
Dios en su vida quien habrá de hacer el anuncio.
¿No será eso lo que nosotros tendríamos
que comenzar a hacer? Como solemos decir, ¿hablamos de nuestra fe? Pero hablar
de nuestra fe no es sermonear a la gente con doctrinas teológicas, con palabras
rebuscadas, con conceptos que hayamos aprendido en el catecismo.
Hablar de nuestra fe es decir en lo que
creemos, dar razón de nuestra fe y nuestra esperanza pero desde lo que es la
experiencia que tengamos en nuestra vida, de esa presencia de Dios que hemos
descubierto en nosotros, en lo que nos sucede o a nuestro alrededor. Es poner
el testimonio de nuestra vida donde nos sentimos amados de Dios, y no solo
porque lo digamos, sino porque estaremos reflejando en nuestra vida algo
distinto desde que hemos tenido esa experiencia de Dios en nosotros.
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