Despertemos nuestra fe, despertemos y valoremos esos sentimientos religiosos que nos elevan y nos hacen encontrarnos con Dios
Malaquías 3,1-4; Sal 23; Hebreos 2,14-18; Lucas 2,22-40
Hoy en la vida todo lo queremos racionalizar, buscamos explicaciones desde la ciencia y desde la técnica a cuanto sucede, materializamos la vida como si solo fuera el producto de unos elementos químicos que, por decirlo de alguna manera, engendran así la existencia de la vida de manera que tenemos la pretensión de querer ser los creadores de la materia y de la vida misma; por eso hemos ido desterrando todo lo que suene a espiritual y en consecuencia queremos eliminar a Dios de nuestra existencia.
No digo que no tengamos que progresar en el conocimiento científico de las cosas y del mundo, porque es desarrollo de una inteligencia que hay en nosotros y que precisamente nos eleva de ese materialismo en el que podamos caer. El lugar de Dios en el origen de la vida no lo podemos negar porque solo en El encontraremos el sentido que vaya a dar plenitud a nuestra existencia. Desgraciadamente vamos eliminando esos elementos religiosos de nuestra vida que nos hacen reconocer esa presencia de Dios en nuestra existencia y si algunos elementos se tratan de conservar se hace muchas veces como un costumbrismo que nos pueda recordar otros tiempos y que se nos pueden quedar solamente como una expresión o fiesta folclórica. Es lo que nos pretenden imponer muchas instancias de nuestra sociedad de hoy. No podemos estar de acuerdo ni dejarnos engullir por esos planteamientos.
La fiesta litúrgica que celebramos en este día 2 de febrero se hunde en ese sentimiento hondo del creyente que reconoce la vida como un don de Dios y al que tenemos que darle gracias por ese don que de El recibimos. Litúrgicamente este día, a los cuarenta días del nacimiento de Jesús, nos recuerda la presentación y consagración a Dios de todo primogénito varón. Era ese reconocimiento del don de Dios en la vida engendrada en una familia y era la ofrenda de esa primicia para el Señor. Y es lo que ritualmente José y María están queriendo realizar en el templo al hacer la presentación de su hijo primogénito al Señor. Era una resonancia también de aquella ofrenda de diezmos y primicias de todas las cosas que todo creyente tenía que realizar para el Señor.
Aquel gesto que parecía que se podía quedar en lo ritual de la ofrenda sin embargo en aquel momento en el templo de Jerusalén se convirtió en gesto profético de algo más grande que venía a anunciar la llegada de la salvación y el cumplimiento de las promesas con que a través de los siglos los profetas habían mantenido la fe y la esperanza del pueblo de Israel.
Es la intervención de aquellos dos ancianos, Simeón y Ana, que manteniendo encendida la esperanza en su corazón supieron descubrir en aquel niño al esperado Mesías del Señor. Nos dice el evangelio que cada día aquellos ancianos acudían al templo manteniendo esa esperanza. Simeón sentía en su corazón la inspiración del Señor para saber que un día sus ojos habrían de ver al esperado Salvador tantas veces anunciado por los profetas. Y es lo que descubren sus ojos creyentes en aquella pareja que aquel día estaba haciendo la ofrenda de su primogénito a Dios.
No era una ofrenda cualquiera la que en aquellos momentos se estaba realizando. ‘Aquí estoy, oh, Dios para hacer tu voluntad’ era la ofrenda de aquel niño que un día diría que su alimento era hacer la voluntad del Padre del cielo y que, aunque el cáliz fuera duro de beber y pedía verse liberado de ese cáliz sin embargo por encima siempre estaría la voluntad del Padre y que finalmente culminaría la ofrenda de su vida cuando desde la Cruz pondría su espíritu en las manos del Padre.
‘Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel’. Fue el cántico de acción de gracias que en aquel momento el anciano Simeón cantaba desde su corazón a Dios. ‘Este ha sido puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; y será como un signo de contradicción… para que se pongan de manifiesto los pensamientos de muchos corazones’. Es el anuncio profético de la misión de aquel niño que iba a ser luz de las naciones y gloria de su pueblo. Mientras aquella buena anciana no paraba de hablar de aquel niño ‘a cuantos aguardaban la futura liberación de Israel’.
No faltaban los ojos de fe en aquellos ancianos. No tendrían que faltarnos esos ojos de fe en nuestra vida. Bien que lo necesitamos para no dejarnos envolver por ese materialismo de la vida que puede ir destruyendo dentro de nosotros los valores más espirituales y trascendentes de la existencia. Somos algo más que una materia.
Un hondo sentido tenemos que saber darle a nuestro caminar que nos haga encontrar la verdadera grandeza y dignidad de toda persona, nuestra verdadera grandeza y dignidad que desde nuestra fe en Dios podemos encontrar. No son simplemente unos días que vivimos en este mundo donde más o menos podamos ir realizando algunas cosas de provecho porque queremos ser felices – es buena ansia y buen deseo – pero donde todo se quede en pasarlo bien y de la mejor manera posible sin darle mayor trascendencia a la vida. Algo más hondo tenemos que saber buscar y en nuestra fe en Jesús encontraremos esos verdaderos caminos de plenitud. Despertemos nuestra fe, despertemos y valoremos esos sentimientos religiosos que nos elevan y nos hacen encontrarnos con Dios.
Finalmente no puedo terminar esta reflexión que me ha sugerido el evangelio de hoy sin recordar a María, que nos aparece también hoy en el evangelio como la madre que ha presentado a su hijo a Dios en el templo. Aquella mujer, de la que diría el anciano Simeón, que una espada le traspasaría el alma sobre todo cuando le contemplara en la ofrenda de la cruz en el Calvario, porque su hijo iba a ser en medio del mundo un signo de contradicción.
Pero es que nosotros los canarios celebramos hoy a María en su Advocación de Candelaria, la portadora de la luz, porque ella fue la primera misionera de nuestra tierra canaria en su imagen aparecida en las playas de Chimisay. Así la recordamos y así la celebramos hoy y es para nosotros un motivo de fiesta y alegría y un estímulo para mantener viva nuestra fe y convertirnos también como ella en candelas misioneras que lleven la luz de la fe a ese mundo que nos rodea.
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