Dejemos
que nuestros corazones se inunden del Espíritu de Dios y nos sentiremos
transformados en el amor dándole sentido a esta fiesta de Pentecostés
Hechos 2, 1-11; Sal 103; Corintios 12, 3b-7.
12-13; Juan 20, 19-23
Podríamos
comenzar diciendo que el deseo de Dios al realizar la obra de la creación fue
el crear una única humanidad. El relato de la creación del Génesis podemos
decir que está lleno de imágenes míticas que vienen a ser como resumen de las
diferentes concepciones de los pueblos antiguos sobre el sentido de la vida y
de la humanidad, pero en el fondo hay un pensamiento y una revelación para
nosotros los creyentes de lo que era ese deseo de Dios, la creación de una
única humanidad. Fuimos los hombres los que no supimos vivir esa unidad de toda
la humanidad y los que fuimos con nuestro egoísmo y con nuestra ambición
creando esa ruptura entre los que tendríamos que haber vivido una unidad de
amor.
El sueño de
grandezas y de endiosarnos, las envidias que nos corroen y nos destruyen, la ambición
del dominio para ponernos siempre en un pedestal más alto donde nadie nos pueda
dar sombra, fueron sembrando esa ruptura de la humanidad, que creo barreras y
abismos entre unos y otros, de manera que ya no éramos capaces de llegar a un
entendimiento en esa misma y única humanidad. La imagen de la torre de Babel
que nos habla de confusión de lenguas nos está hablando de esas rupturas, de
esos distanciamientos, de esos abismos entre unos y otros.
Aquel anuncio
de salvación hecho desde el primer momento de la aparición del pecado en el
hombre, será algo que mantendrá la esperanza de la salvación para esa humanidad
rota y dividida. En Jesús vemos el cumplimiento de esa promesa y el comienzo de
esa nueva humanidad, por algo Jesús nos lo fundamentará todo en el amor. Será
el amor el que tenderá puentes entre esos abismos que nos habíamos creado, será
el amor el que creará lazos que nos unan y nos acerquen para vivir en un
sentido nuevo de esa nueva humanidad.
Será la
fuerza del Espíritu que Jesús nos promete el que nos anudará en el amor y el
que nos dará fuerza para esa nueva creación. Ya se nos hablará de un cielo
nuevo y de un mundo nuevo, ya se nos hablará de un hombre nuevo nacido desde la
fe y el amor, ya se nos hablará de un sentido nuevo de relación porque somos
hermanos, porque somos hijos del mismo Padre del cielo.
Y es lo que
hoy estamos celebrando, la presencia de ese don del Espíritu que Jesús nos ha
prometido para hacer esa humanidad nueva. Por una parte escuchamos cómo Jesús
resucitado infunde el don del Espíritu sobre los apóstoles, como se nos dice,
con el poder del perdón de los pecados. Es el principio de esa humanidad nueva,
recibimos el perdón por esa destrucción de muerte que con nuestro pecado
habíamos creado para que esas sombras queden vencidas para siempre, porque la
muerte ha sido vencida y con la resurrección de Cristo una nueva vida ha
nacido.
Es el anuncio
de buena nueva que tenemos que llevar, es posible un sentido nuevo de vida
porque hay perdón, porque hay amor, porque para eso se nos ha dado la fuerza
del Espíritu, que como un fuego purifica y hace renacer un nuevo corazón. Tras
las cenizas de ese fuego purificador renace la vida, aparece una nueva vida.
Pero otra
imagen se nos ofrece hoy en el texto sagrado. Cuando el Espíritu Santo se ha
presente en los apóstoles y discípulos de Jesús reunidos en el Cenáculo el día
de Pentecostés, no solo será el impulso que sentirán en sus corazón para salir
a anunciar esa Buena Nueva a aquella humanidad, venida de todas partes y
congregada ahora en Jerusalén, sino que será posible que todos puedan entender
las maravillas de Dios cada uno en su propio idioma. Ya no hay disparidad de
idiomas como en Babel que fue imagen y origen de dispersión, sino que ahora
será signo de unidad porque todos podrán escuchar el mismo mensaje de salvación.
Es el Espíritu
que nos acerca, el Espíritu que crea nuevo entendimiento en nuestros corazones,
el Espíritu que rompe las barreras que nos distanciaban para crear esa nueva
humanidad, el Espíritu que creará ese hombre nuevo para ese mundo nuevo, para
ese cielo nuevo, porque lo viejo ha pasado y la vida nueva ha renacido.
Es el Espíritu
que seguimos necesitando, porque necesitamos rehacer nuestras esperanzas. Aun
muchas veces nos llenamos de pesimismo porque no terminamos de hacer ese mundo
nuevo; seguimos matándonos con nuestras ambiciones, seguimos destruyéndonos con
nuestras envidias, seguimos creando barreras con nuestra insolidaridad que se
manifiesta de tantos modos, seguimos abriendo brechas en las familias, en los
pueblos, entre los vecinos o los amigos porque nos corroen nuestras malicias,
nuestras desconfianzas, nos dejamos arrastrar por el materialismo de la vida y
hacemos desaparecer las grandes metas y los altos ideales.
Nos parece
una espiral sin fin y un camino sin salida, pero necesitamos despertar de nuevo
la esperanza, tenemos que dar señales de que es posible un mundo nuevo, tenemos
que ser signos con un nuevo estilo de vivir, con un compromiso fuerte de los
que creemos en Jesús de que es posible esa nueva humanidad. Aunque nos parezca
insalvable la montaña de mal que tenemos que superar, creemos en el perdón y
creemos en el amor, con nosotros tenemos la fuerza del Espíritu. Dejemos que
nuestros corazones se inunden del Espíritu de Dios y nos sentiremos transformados
en el amor.
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