Cuánto
nos sigue costando entender los caminos del Reino de Dios porque todavía
seguimos pensando en grandezas y vanidades, necesitamos una buena cura de
humildad
Zacarías 8,1-8; Sal 101; Lucas 9,46-50
Qué carreras innecesarias hacemos
tantas veces en la vida. Todos queremos llegar los primeros; hemos hecho de la
vida una competición, una competición en la que falta la verdadera
competitividad, nos falta deportividad. En los juegos de la vida muchas veces
no nos queda más remedio que decir al final, porque quizá no fuimos nosotros
los ganadores, lo importante es la participación. Suele ser una forma de
deportividad, pero muchas veces puede quedársenos en palabras, porque en el
fondo por encima de todo lo que nosotros queríamos era quedar por encima de
todos.
Es cierto que tenemos que esforzarnos
por hacer lo mejor, es necesario un espíritu de superación, tenemos que buscar estímulos
para esa necesaria ascensión que hemos de ir haciendo en la vida; pero nunca
han de ser los codazos para eliminar al otro, para desestabilizar, los modos de
estímulo y superación.
Lo importante sería el servicio,
aquello que hacemos nos beneficie a todos, no solo a los nuestros, o no solo
nuestras ganancias particulares, sino que sintamos que aquello bueno que
hacemos es una perla que va a embellecer la vida de todos. Pero ya sabemos como
aparecen dentro de nosotros el amor propio, el orgullo, las rivalidades, los
enfrentamientos, las suspicacias, las envidias ante lo bueno que pueda
beneficiar a los demás o ante lo bueno que veamos realizar por parte de los
otros.
Nos pasa a todos tantas veces aunque
tengamos buena voluntad y buenos deseos. Queremos entender las palabras de
Jesús pero pronto nos desinflamos, desde desilusiones que tenemos en la vida,
desde las comparaciones que nos hacemos con los demás, desde los cantos de
sirena de lo que nos ofrece nuestro mundo, desde esa pendiente resbaladiza en
que vemos caminar a otros pero que al final nosotros también caminamos por
ella, y nos aparecen esas apetencias, nos aparece el mirar con ojos envidiosos
los avances y los logros que otros alcanzan, nos vienen esos sueños de grandeza
que tan fácilmente se nos meten no solo en la cabeza sino en el corazón y
terminamos dejándonos influir, dejándonos empapar por el espíritu del mundo que
nos rodea.
Así andaban también los discípulos que
rodeaban a Jesús. Con sus sueños de mesianismos comenzaban ya a apetecer cuál era
el mejor lugar que pudieran conseguir en ese Reino nuevo, que Jesús estaba
continuamente anunciando. Pero escuchaban de Jesús lo que les interesaba.
Tantas veces Jesús les había hablado del espíritu de servicio o de saber
hacerse los últimos, pero esas palabras no terminaban de calar en ellos. Por
eso discutían por el camino por los primeros puestos.
Y Jesús les pone en medio un niño, y
les dice que hay que ser como niños, que hay, por otra parte, que saber acoger
a un niño, que era lo mismo que acoger a los que en la vida se consideraban
pequeños y sin valor. Esos que nosotros dejamos a un lado, esos que están a la
vera del camino pero que no sabemos poner a caminar junto a nosotros, esos que
nos parece que nada valen porque estamos muy llenos de prejuicios y no miramos
el valor profundo de las personas, sino que nos dejamos llevar por las
apariencias.
Cuánto nos sigue costando entender los
caminos que Jesús nos ofrece, los verdaderos caminos del Reino de Dios. Todavía
seguimos pensando en grandezas, todavía seguimos presentando imágenes
grandiosas y llenas de vanidad, todavía seguimos poniéndonos ropajes ostentosos
para expresar que estamos llenos de poder, todavía seguimos soñando con
solemnidades, con reverencias y con reconocimientos.
Y todo eso un día se nos vendrá abajo y
nos quedaremos sin nada. Hoy hemos visto como se venía abajo una iglesia
arrasada por el empuje de la lava de un volcán; es cierto que era algo humilde
y sencillo, pero cuando tanta gente se ha quedado sin nada en la más terrible
desnudez y pobreza, es una imagen significativa que también la Iglesia se haya
quedado al lado de los que nada tienen porque también se ha quedado sin nada,
porque su templo se ha ido abajo. Una imagen de cómo hemos de abajarnos, de
ponernos no metafóricamente sino en la más cruda realidad al lado de los pobres
y que nada tienen.
¿Cuándo nos despojaremos de tantas
vanidades para ser en verdad la Iglesia de Jesús?
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