Cuando sepamos aceptar que los otros también son buenos y justos aunque no parezcan de los nuestros estaremos dando señales de que entendemos el Reino de Dios
Números 11, 25-29; Sal. 18; Santiago 5, 1-6;
Marcos 9, 38-43. 45. 47-48
Lo podemos llamar envidia, lo podemos
llamar celos, podemos darle el nombre que queramos pero cuanto nos cuesta en
ocasiones aceptar que otros puedan hacer el bien; como si fuera una cosa
exclusiva nuestra, como si los otros no fueran capaces de hacer cosas buenas
también; como si aquel que no es de los nuestros, y en eso ponemos nuestros
grupos, nuestras familias, la gente de una manera de pensar semejante a la
nuestra, y no digamos nada cuando entran por medio ideologías y políticas, lo
que hacen no puede ser bueno, y si alguna cosa positiva vislumbramos ya
buscaremos algo que la vicie. Así andamos a la greña en la vida; así vamos
destruyendo lo que otros hacen, así no somos capaces de edificar sobre algo ya
comenzado para continuar lo bueno que se pudiera estar haciendo, sino que
arrasamos aunque luego no sepamos como construir.
Lo vemos en nuestras mutuas relaciones
con sus desconfianzas; lo vemos en los orgullos pueblerinos donde por cualquier
cosa estamos enfrentados y no somos capaces de aceptar lo bueno que hacen los
demás; lo vemos en la vida social y política de nuestros pueblos que llegamos
de nuevos al poder y querer borrar del mapa todo lo que hayan podido hacer los
que consideramos nuestros adversarios. No es necesario poner muchos ejemplos
porque lo vemos casi todos los días en la forma infantil que tenemos de hacer
las cosas. Que pena que no sepamos construir juntos aceptando lo bueno que
hacen los demás, que también son capaces de hacerlo.
Es la historia de cada día y es lo que
vemos en la historia de todos los tiempos. A eso hace referencia hoy el
evangelio y toda la palabra de Dios que en este domingo escuchamos. En el
campamento habían dos que se pusieron a profetizar aunque no estaban en el
grupo de los cuarenta que Moisés había escogido, y ya andaba por allá Josué con
sus celos por Moisés queriendo impedírselo. Juan se encuentra que alguien está
haciendo milagros expulsando demonios en el nombre de Jesús, pero como no es
del grupo de aquellos discípulos cercanos a Jesús, ya quiere impedírselo y
viene corriendo a contárselo al Maestro.
’Ojalá todo el pueblo fuera profeta’, les dice Moisés. ‘No se lo impidáis, les dice
Jesús, porque quien hace un milagro en mi nombre no puede luego hablar mal
de mí. El que no está contra nosotros está a favor nuestro’.
Y viene a decirnos Jesús que tenemos
que aprender a valorar todo lo bueno que hagan los demás aunque sea algo tan
sencillo como dar un vaso de agua. Así tenemos que construir, así tenemos que
aprender a valorar, así hemos de saber tener en cuenta lo bueno que hacen los otros,
así tenemos que nosotros que saber colaborar de las cosas buenas y sencillas
que hacemos cada día.
Y es que el camino de evangelización,
de anuncio del evangelio que tenemos que hacer no significa que tengamos que
hacer grandes sermones donde mostremos nuestra erudición sobre lo que dicen los
evangelios o la alta teología; el verdadero anuncio del evangelio que tenemos
que hacer es ir sembrando esas pequeñas semillas en las cosas buenas que
podemos hacer desde lo más sencillo; ese perejil que somos capaces de
facilitarnos los unos a los otros en esas pequeñas cosas que compartimos cada
día con el hermano, con el amigo, con el vecino es un signo de ese reino de
Dios que construimos.
¿Qué es el reino de Dios sino que nos
sintamos cercanos y hermanos, que colaboremos juntos en las cosas buenas que
hacemos para construir nuestro mundo, en esos gestos de cercanía y amistad que
nos ofrecemos los unos a los otros cuando nos ayudamos desde lo más sencillo?
Crear ese mundo de armonía y de paz, ese mundo en que sepamos valorarnos los
unos a los otros, ese mundo en donde sepamos ver lo bueno hacen los demás
aunque no sean de los nuestros es también poner los cimientos del Reino de Dios.
Lo bueno y lo justo no es una cosa exclusiva nuestra, sino que podemos descubrirla
en los demás; cuidado que muchas veces brille más en los otros que en nosotros
mismos aunque nos creamos tan santos.
Y eso algunas veces, aunque sea tan sencillo,
cuesta; cuesta porque seguimos manteniendo nuestros orgullos interiores, porque
seguimos en una carrera de hacer méritos, porque casi sin darnos cuenta
queremos subirnos a pedestales. Son muchas actitudes negativas que se nos meten
dentro de nosotros y de las que hemos de saber purificarnos. Qué distinta
haríamos la vida, qué armonía y paz crearíamos en nuestras relaciones, qué
felices podríamos ser.
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