Aunque seamos pobres sabemos compartir el perejil de las
cosas pequeñas dándole un sabor nuevo a la vida desde la esperanza y la
solidaridad
1Corintios 7, 25-31; Sal 44; Lucas 6, 20-26
Las circunstancias que
estamos viviendo en estos momentos hace que se intensifiquen los problemas y
aflore a la superficie el sufrimiento que viven tantos alrededor nuestro, y que
quizá nosotros llevamos también en nuestro interior, en nuestra propia vida.
Momentos de llanto, podríamos decir, para muchos cuando nos sentimos agobiados
en las necesidades que van apareciendo y que pueden hacernos la vida difícil;
momentos de llanto cuando parece que se ha perdido la esperanza, o al menos los
horizontes parecen estar preñados de nubarrones negros que nos impiden ver la
luz del sol; momentos de llanto de tantos que quizá ven pasar a su lado
hermanos insensibles que no son capaces de ver ni de escuchar esas lagrimas y
esos llantos lo que hace más dura la soledad.
No es que estos
momentos sean únicos, porque siempre la humanidad ha estado marcada por el
sufrimiento, por la pobreza, por el llanto de los que nada tienen o se ven
solos, por las angustias de las soledades de los que se ven discriminados por
la sociedad. Pero son momentos los actuales que vivimos para hacernos pensar,
para tratar de encontrar esa sensibilidad que nos haga mirar con otros ojos en
torno nuestro, para tratar de despertar alguna esperanza, para poner nuestra
mano que ayude a levantarse a los caídos o a secar las lágrimas de los que
lloran.
Y en este cuadro
escuchamos hoy las palabras de Jesús, las bienaventuranzas. Unas palabras que
algunas veces nos cuesta entender, porque podrían parecer sin sentido, pero son
unas palabras que tratan de infundir esperanza, porque un día esos nubarrones
negros se correrán y dejarán pasar la luz del sol. Parece una paradoja lo que
nos dice Jesús. Pero llama dichosos a los pobres, y a los que lloran, y a los
que sufren, y a los que son discriminados por cualquier causa por la sociedad.
Y dice Jesús que encontrarán consuelo, que sus lágrimas se secarán y se
transformarán en alegría, y que de ellos es el Reino de los cielos.
Es la transformación
de la vida que se realiza cuando en verdad queremos y buscamos el Reino de
Dios. ‘Buscad el Reino de Dios y su justicia y lo demás se os dará por
añadidura’, nos dirá en otro momento del evangelio. Y es que cuando
queremos vivir el Reino de Dios las actitudes y la vida de los hombres se
transforma. No es que en nombre de ese Reino de Dios tengamos que aguantarnos
en esa pobreza o en ese sufrimiento, sino que todo va a comenzar a ser nuevo
porque los hombres cambiaremos y surgirá un mundo nuevo de solidaridad que
llenará de una nueva alegría los corazones de los hombres.
Aprenderemos a
descubrir valores nuevos incluso en nuestra pobreza y sufrimiento, porque la
austeridad de nuestra vida nos hará buscar lo que verdaderamente es importante;
ya sabemos cuanta generosidad hay en los que son pobres y cuantos gestos de
solidaridad se tienen los unos con los otros. No veremos nunca a un rico poseído
de si mismo ser capaz de compartir el perejil con el que está a su lado, pero
entre los pobres hasta lo más pequeño que podamos tener nunca lo consideran
como suyo propio sino que siempre están dispuestos a ponerlo a disposición de
los demás; como los vecinos que comparten el perejil, por poner una imagen.
No es una paradoja de
algo que no se puede realizar. Es la paradoja de lo nuevo que puede comenzar a
vivirse cuando en verdad optamos por el evangelio del Reino que Jesús nos
anuncia. Por eso podemos ser dichosos y felices, porque en nuestros corazones a
pesar de las negruras siempre habrá esperanza, porque nuestra confianza de
verdad la hemos puesto en el Señor.
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