Limpiemos las lentes de los filtros
con que miramos la vida y a los demás y encontraremos caminos de cercanía y
encuentro que nos hacen a todos más felices
1Corintios 9, 16-19. 22b-27; Sal 8; Lucas 6,
39-42
Demasiado empañados
llevamos los cristales de las lentes con que miramos la vida. Los que tenemos
que utilizar gafas para corregir nuestra visión tenemos la experiencia de que
hay ocasiones en que nos parece que lo vemos todo turbio y hasta llegamos a
pensar si acaso tenemos algún problema en nuestros ojos que van mermando la visión,
pero finalmente nos damos cuenta que los cristales de nuestras lentes se han
llenado de polvo, de grasas y de mil otras manchas que nos hacen ver con
dificultad; no los hemos limpiado. Como aquella mujer que criticaba a su vecina
porque mirando desde la ventana de su casa le parecía que lavaba mal la ropa y
estaba llena de manchas hasta que un día el marido le dijo que limpiara los cristales
de su ventana.
No son ya los
cristales de nuestras lentes o de nuestra ventana sino que es la mirada turbia
con que nosotros miramos a los demás. Los filtros de nuestras malicias, de
nuestros propios defectos o debilidades, de los malos deseos que llevamos en el
corazón, de nuestros orgullos o prepotencias, de nuestros resentimientos o
nuestras envidias nos hacen mirar mal a los demás. Todo lo estamos viendo con segundas
intenciones, con malquerencias enquistadas, con resentimientos no curados, con
desconfianzas que impiden todo camino de cercanía y encuentro.
Son tantas las
experiencias y situaciones de este tipo que podemos descubrir en los que nos
rodean, o acaso aniden en nuestro interior, aunque tratemos de ocultarlos con
mil disimulos. Es en lo que hoy el evangelio nos quiere hacer recapacitar
cuando Jesús nos dice que quitemos las vigas que tenemos en nuestros ojos,
antes de querer corregir las pequeñas motas que pudiera haber en los ojos de
los demás. Nos sucede con demasiada frecuencia y no tenemos la humildad de
reconocerlo.
Son nuestros orgullos
personales donde nunca queremos reconocer que hay debilidades y defectos en
nuestra vida o en nuestra manera de ver y hacer las cosas. Pero son también los
orgullos comunitarios, podemos decir, cuando los pueblos nos creemos superiores
a los demás y de ahí surgen tantas rencillas y desconfianzas entre pueblos vecinos.
Pero surgen actitudes así
en nuestras comunidades; siempre hay algunos que se creen superiores a los demás,
siempre hay algunos que se creen maestros de todo y de todos, siempre algunos
que se convierten en manipuladores de los que parecen más débiles para así quizá
considerar que consiguen más cuotas de poder, y no son capaces de abajarse de
sus caballos de orgullo para reconocer que no todo lo saben, que no todo pueden
hacerlo por si mismos, que siempre hay que saber contar con los demás.
Y esto lo palpamos también
en nuestros grupos cristianos en nuestras comunidades y parroquias generándose
en ocasiones verdaderas guerras entre unos grupos y otros. No nos damos cuenta
de que somos seguidores de Jesús, de aquel que nos dijo que teníamos que saber
hacernos los últimos y los servidores de todos para encontrar la verdadera
grandeza y el verdadero sentido de nuestra vida. Cuántas cosas nos pueden salir
en nuestra reflexión si nos dejamos conducir por el Espíritu del Señor que
anida en nuestros corazones.
Qué distintos son los
caminos que nos propone el Señor; qué estilo de vida más sano es el que nos
propone para que en verdad seamos capaces de caminar como hermanos en ese
camino de la vida que nos toca recorrer y así seamos también más felices
haciendo un mundo mejor.
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