Todos deseamos la paz y la armonía, pues seamos capaces de
emprender ese camino que nos señala Jesús aunque nos parezca una paradoja
1Corintios 8, 1b-7. 11-13; Sal 138; Lucas 6,
27-38
Todos deseamos la paz
y la armonía de la vida. Es una aspiración profunda de todos, una aspiración de
la humanidad, reconocemos, no siempre conseguida. Cuando nos ponemos a hablar y
razonar con serenidad todos andamos por esos deseos y añoramos que pudiéramos
vivir así. Lo intentamos con buena voluntad al menos con aquellos que están más
cerca de nosotros, familiares y amigos pero al mismo tiempo nos damos cuenta
que vivimos en un mundo donde hay mucha acritud.
Desgraciadamente los
dirigentes de nuestra sociedad no nos dan mucho ejemplo cuando solo actúan con
visiones muy miopes y muy partidistas de manera que solo es bueno y solo son
buenos los que son de su onda. Aquellos lugares donde la palabra y el diálogo tendrían
que resplandecer muchas veces son una muestra pública, un escaparate donde solo
vemos acritud en las palabras, en los gestos, en las actitudes, y solo sabemos
echarnos en cara los unos a los otros si hiciste una cosa o si hiciste otra.
Y esa acritud se
trasmite y se contagia de manera que en la vida de cada día estamos muy
abocados a actitudes y posturas violentas. Ya no sabemos hacer ningún reclamo
ni reivindicación a lo que tendríamos derecho si no lo hacemos con esa acritud
y con esa violencia. Es una pena que vayamos construyendo una sociedad así,
porque eso es además lo que estamos enseñando con nuestras actitudes y posturas
a las generaciones más jóvenes que vienen detrás y en lugar de ayudarles a que
encuentren serenidad en su vida, más bien provocamos esas actitudes violentas.
¿A dónde vamos a parar con una sociedad fundamentada en estas posturas y actitudes?
Todo esto tendría que
hacernos pensar. Todo esto tendría que hacer que nosotros los cristianos
supiéramos sacar a flote esos valores más profundos que nos enseña el evangelio
y que tenemos que reflejar en nuestra vida aunque vayamos a contracorriente del
mundo que nos rodea. Es la paradoja que nos ofrece hoy el evangelio. Y digo
paradoja porque en verdad una primera lectura de lo que nos dice Jesús nos hace
pensar que eso es imposible de realizar, que eso está en contra de lo que todos
hacen.
¿Quién perdona a los
que le ofenden o hacen daño? Lo normal es que guardemos rencor. ¿Quién es capaz
de desprenderse de todo por los demás? Bueno, estaríamos dispuestos a dar hasta
cierto punto, pero no a quedarme sin nada. ¿Quién es capaz de poner la otra
mejilla? Es que se reirían de mí, pensamos, y pensarán que soy un cobarde. Y
así podríamos seguir pensando en todo lo que nos dice hoy Jesús. Pero es el
plan que El nos propone, son los parámetros en los que hemos de vivir los que
queremos el Reino de Dios. Es la forma que tenemos para construir ese mundo
mejor que todos deseamos. Es la forma positiva en que tenemos que enfrentar la
vida.
Y Jesús nos dice que
seamos misericordiosos. Y misericordia significa no juzgar ni condenar; y
misericordia significa ser capaces de ser comprensivos con las debilidades de
los demás hasta a llegar a perdonar; y misericordia significa ser capaz de no
solo dar sino darme por los demás, porque siento como propio el dolor y el
sufrimiento por el que puedan estar pasando los otros en sus necesidades o en
sus problemas, y si lo siento como propio, como propio lo asumo y pongo todo de mí para darle solución. Como termina
diciéndonos Jesús ‘os verterán una medida generosa, colmada, remecida,
rebosante, pues con la medida con que midiereis se os medirá a vosotros’.
Qué distinta sería la vida, nuestras
relaciones, la armonía que pondríamos en todo lo que hiciéramos; qué lejos
estarían las violencias y las acritudes; qué paz resplandecería sobre nuestro
mundo. Es nuestra tarea, es lo que asumimos cuando decimos que somos cristianos
seguidores de Jesús. Emprendamos el camino aunque nos cueste.
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