Tratar
a los demás como queremos que ellos nos traten es un camino de exigencia y
superación que nos hace crecer espiritualmente cada día más
2Reyes 19, 9b-11. 14-21. 31-35a. 36; Sal 47; Mateo 7, 6. 12-14
A nadie le gusta que lo traten mal. Eso
está claro. Nos gusta ser bien tratados, que nos hablen con amabilidad, que no
sean violentos con nosotros, que nadie quiera aprovecharse de nosotros y quizá
de nuestra buena voluntad; no nos gusta que nos critiquen y menos que digan
contra nosotros cosas que no son verdad; nos agrada la gente sincera y amable y
que nos hagan sentir bien. Así podríamos seguir diciendo un montón de cosas que
queremos en el trato que tengan con nosotros.
Pero es cierto también que aunque
tenemos buena voluntad y desearíamos ser buenos con todo el mundo – bueno,
algunos dicen que son buenos con sus amigos si sus amigos son buenos con ellos,
lo cual significa estar poniendo una condición – pero reconocemos que algunas
veces nos supera nuestro malhumor o nuestro mal carácter, que en ocasiones
juzgamos a los demás y está el peligro que vaya por delante la condena antes
que la comprensión, que nos volvemos exigentes y quizá les exigimos a los demás
lo que no nos exigimos a nosotros mismos, y aquí también podríamos poner un montón
de cosas en las que no sabemos tratar con la amabilidad debida a los que nos
rodean.
Nos volvemos desconfiados y no somos
sinceros, nos aparecen vientos de violencia en nuestras palabras o en nuestros
gestos, hacemos desplantes a los demás y no los tratamos como queremos que
ellos nos traten a nosotros. O sea, que para nosotros si, pero para los otros
no sabemos superarnos lo suficiente para controlarnos y poner un poco de más
amabilidad en la vida.
No nos está pidiendo Jesús nada
extraordinario sino lo que en un trato verdaderamente humanitario tendría que
ser nuestra relación habitual con los demás. Claro que no es una motivación
egoísta la que nos tiene que llevar a este buen trato a los demás, sino que
siempre nosotros vamos motivados por el amor, que es verdaderamente nuestro
distintivo cristiano.
Claro que este camino de amor que hemos
de vivir en nuestras mutuas relaciones para nosotros los seguidores de Jesús se
convierte en una exigencia fuerte. Es una vigilancia continua de nuestras
relaciones con los otros, de nuestros gestos y de nuestras palabras, de
nuestras actitudes ante los otros y de la delicadeza que hemos de poner. Es un
camino de superación y de esfuerzo; es un camino de crecimiento humano y de
crecimiento espiritual; es un camino donde la vamos dando cada día una mayor
profundidad a nuestra vida. Es un camino que algunas veces nos cuesta, porque
por mucho amor que queramos poner pueden aparecer esas sombras de los demás que
nos confunden, como pueden aparecer esas aristas en nuestra vida con la que podemos
dañar a los demás.
Hoy nos habla Jesús de un camino
estrecho que hemos de tomar porque es el que nos lleva a la vida. ¿Significa
esto que es un camino que hacemos con amargura? De ninguna manera, es un camino
en que nos sentimos los seres más felices del mundo aunque en cada momento
tengamos que superarnos en muchas cosas, porque en nuestro amor nos sentimos
felices cuando hacemos más felices a los demás.
Muchas veces se han malinterpretado
estas palabras de Jesús como si el camino de Jesús fuera un camino de
sacrificio duro y lleno de amarguras, un camino de negación constante como si
todo fuera negativo. Es cierto que exige esfuerzo, pero es un camino que
vivimos con amor y el amor nos hace sentirnos en paz, una paz interior muy
grande.
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