En la
Sangre del Cordero hemos sido consagrados y nuestra vida ha de ser entonces
sagrada, una vida santa, porque hemos de significar para siempre esa presencia
de Dios
Apocalipsis 7, 2-4. 9-14; Sal
23; 1Juan 3, 1-3; Mateo 5, 1-12a
‘Éstos son los que vienen
de la gran tribulación: han lavado y blanqueado sus vestiduras en la sangre del
Cordero…’ y anteriormente
se nos había hablado de ‘una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar,
de toda nación, raza, pueblo y lengua, de pie delante del trono y del Cordero,
vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos’.
Es la imagen que aparece
ante nuestros ojos en la solemnidad que hoy estamos celebrando, la fiesta de
Todos los Santos. Una imagen que nos habla del cielo, de la gloria de Dios, y
de cuantos en Dios están alabándole y bendiciéndole siempre por toda la
eternidad. Lavaron y blanquearon sus vestiduras en la Sangre del Cordero. Un
primer pensamiento nos lleva a los mártires, que derramaron su sangre, que
dieron su vida, por eso los contemplamos con las palmas de la victoria en sus
manos.
Pero si ahondamos en esta
imagen y captamos que nos dice que lavaron sus vestiduras en la sangre del
Cordero, tenemos que pensar en algo más, en cuantos han sido bautizados, que
con la sangre de Cristo fuimos redimidos, por la sangre de Cristo alcanzamos
vida, la vida de la gracia, la vida de Dios y que por eso mismo estamos
llamados a ser santos, llamados a la santidad.
En la Sangre del Cordero
hemos sido consagrados, la unción del Bautismo eso ha venido a significar,
siendo consagrados somos como separados para Dios, seremos para siempre para
Dios. Si decimos que una iglesia ha sido consagrada y desde ese momento es un
lugar santo, un lugar sagrado que viene a significar como una presencia
especial de Dios en aquel lugar, de la misma manera nosotros, hemos sido
consagrados en la Sangre del Cordero, nuestra vida ha de ser entonces sagrada,
nuestra vida ha de ser santa, porque hemos de significar para siempre esa
presencia de Dios.
Cuando decimos santos
muchos se quedan en las imágenes sagradas, son los santos decimos; pero esas
imágenes sagradas son eso imágenes, unas imágenes que nos hablan de los santos.
Claro que en esa forma tan elemental de ver las cosas para muchos los santos
son los que hacen milagros, o los que nos consiguen de Dios aquellas cosas que
necesitamos y a ellos pedimos, y pensamos en los santos solo como unos
intercesores poderosos que están en el cielo junto a Dios para conseguirnos
aquello que le pedimos diciendo entonces que unos santos son más milagrosos que
otros. Nos quedamos bien pobres en nuestra imagen de los santos.
¿Por qué son santos? Porque
lavaron sus vestiduras en la Sangre del Cordero, porque consagraron su vida
para vivir en una fidelidad total a Dios para no volver a manchar sus vidas con
el pecado. Los que es santo y sagrado lo queremos mantener sin mancha porque la
dignidad de su ser sagrado así lo exige. Pero somos santos y consagrados y no
es ya una mancha externa la que tenemos que evitar en virtud de esa dignidad
sagrada de nuestra vida, sino que lo hemos de ser desde lo más hondo de
nosotros mismos porque viviendo en esa fidelidad – fe – vivimos para Dios y nos
alejamos de cuanto nos pueda alejar de Dios. Y eso vivieron los santos, también
con sus luchas y con sus debilidades como todos nosotros pero manteniéndose en
esa fidelidad.
Estamos pensando, pues, en
los santos quienes ya recorrieron el camino de la vida y por su fidelidad ahora
gozan ya de la gloria de Dios en el cielo. La Iglesia reconoce la santidad de
sus mejores hijos y así lo proclama además poniéndolos como ejemplo de ese
camino que nosotros hemos de hacer; contemplar a los santos es para nosotros
también como un estímulo, porque nos sentimos débiles y pecadores tantas veces,
pero estamos contemplando quienes siendo humanos como nosotros – no fueron
hechos de una materia distinta que los hiciera santos - vivieron en esa
fidelidad de amor a Dios con una vida santa. Es para nosotros posible, pues,
esa santidad a la que somos todos llamados.
Hoy cuando la Iglesia nos
propone esta celebración de todos los santos no es que solo vayamos a celebrar
a quienes la Iglesia ha reconocido – canonizado, decimos – como tales proponiéndonoslos
como ejemplo y al mismo tiempo como intercesores, sino que hoy queremos
celebrar a todos, aunque los desconozcamos, los que han vivido su vida de forma
santa en su fidelidad al Señor.
Santos que han caminado a
nuestro lado, con quienes hemos convivido también, que vivieron nuestras mismas
luchas y nuestros mismos problemas, de quienes un día recibimos una palabra o
un ejemplo que nos edificó en nuestra vida, muchos que no supimos quizá ver y
reconocer lo bueno que hacían y que vivían pero que podemos tener la certeza de
que también están junto a Dios alabándole por toda la eternidad.
Es la fiesta de todos los
santos, de todos los santos de los que aspiramos un día nosotros también formar
parte en esa corte celestial. Porque con esa esperanza vive el cristiano, es la
trascendencia que queremos darle a nuestra vida; es lo que queremos hacer en nuestra
fidelidad y en la rectitud con que queremos vivir nuestra vida; es lo que
queremos expresar con nuestro amor, con nuestro compromiso, con nuestra lucha
por el bien y la justicia, en todo eso bueno que queremos hacer para de verdad
construir el Reino de Dios entre nosotros cuando vivimos el espíritu de las
bienaventuranzas que nos propone hoy Jesús en el Evangelio; es lo que venimos a
celebrar cuando vivimos los sacramentos para así sentir esa fuerza de la gracia
de Dios; es a lo que queremos unirnos, como decimos y expresamos en nuestras
celebraciones, con los Ángeles y los santos y todos los coros celestiales, para
cantar para siempre la gloria y la santidad de Dios.
Es la fiesta de Todos los
Santos, nuestra fiesta, de nuestros hermanos que nos precedieron y están en el
cielo, de los que caminan a nuestro lado en una vida de fidelidad y de nosotros
mismos porque llamados estamos a ser santos por nuestra consagración bautismal.
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