Nuestra presencia quizá silenciosa ha de ser como la mostaza o la levadura fermento y contagio de valores nuevos que vivimos desde el Reino de Dios
Efesios
5,21-33; Sal 18; Lucas 13,18-21
El evangelio nunca es para adormecernos; no nos podemos quedar en la
belleza literaria que en sus páginas podamos encontrar, ni acudimos al
evangelio como un entretenimiento más de nuestra vida. El evangelio siempre
crea inquietud en el corazón porque siempre el evangelio está abriendo
horizontes en nuestra vida, sembrando inquietud en el corazón, despertándonos
de nuestras modorras, señalándonos cosas que hemos de purificar y sembrando
nueva inquietud de vida en nosotros.
Por eso nunca es repetitivo en nuestra vida ni lo podemos convertir en
una rutina; nunca ante el evangelio podemos tener la postura de ‘eso ya me
lo sé’ o ‘qué nuevo me va a decir o descubrir’. Siempre el evangelio
es novedad, ‘Buena Nueva’, es una buena noticia (y las noticias
no pueden ser nunca viejas porque no serían noticia) para nuestra vida.
Se convierte así el evangelio en nosotros en ese grano de mostaza que
no solo desde su pequeñez hace nacer un arbusto grande en el que puedan incluso
cobijarse muchos animalitos, sino es también ese nuevo sabor - ¿para qué
utilizamos la mostaza sino para darle sabor a nuestras comidas? – tanto a
nuestra vida como a nuestro mundo.
Es el evangelio esa levadura de la vida; levadura que nos pudiera
parecer insignificante, porque nunca es grande la cantidad que se añade a la
masa sino en proporción a su volumen, pero que calladamente va haciendo
fermentar esa masa, va a ir haciendo fermentar un nuevo sentido, un nuevo sabor
primero a nuestra vida y luego también a través nuestro a ese mundo en el que
vivimos.
Por eso decíamos el evangelio no nos adormece, sino que hará fermentar
en nosotros esas nuevas actitudes, esos nuevos valores, esa nueva forma de
actuar en el estilo del Reino de Dios. En esa inquietud, entonces, tenemos que
preguntarnos si nosotros estamos dejando actuar esa levadura en nuestra vida,
si nos estamos dejando transformar. Nos hace revisarnos continuamente porque
queremos mejorar, porque queremos impregnarnos más y más de evangelio y hemos
de cuidar entonces aquellas cosas que pudiera haber en nosotros y contrarrestar
lo bueno que tendría que producir en nosotros la levadura del evangelio.
Pero en esa inquietud también nos planteamos cómo los creyentes
estamos siendo levadura con nuestra presencia en medio del mundo. Nuestra
presencia no tendrían que pasar inadvertida, y no porque vayamos haciendo cosas
extraordinarias o milagros, sino por los efectos que tendrían que estar produciéndose
en los demás. Tendríamos que ser contagio de evangelio allí donde estemos
porque desde dentro vayamos impregnando de esos valores del evangelio a los que
estén a nuestro lado. Nuestra presencia tiene que influir, pero
desgraciadamente más bien nosotros nos dejamos influir por los contravalores
que nos pueda presentar el mundo.
Presencia callada y silenciosa quizá la que nosotros tengamos en
nuestros ambientes, pero una presencia que se ha de ir haciendo notar por
aquello bueno que contagiamos en los demás. No gritamos desde signos externos
ni por voces aparatosas, sino que contagiamos con nuestra vida, con nuestro
amor esa fe que nosotros vivimos. Quizá quienes estén a nuestro lado tendrían
que preguntarse qué hay en nosotros que a ellos les hace cambiar, les hace ver
las cosas de forma distinta, les hace actuar también de una forma nueva.
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