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sábado, 20 de agosto de 2016

Ni vanidades de apariencias falsas ni orgullos que nos levanten en pedestales, sino caminos de humildad y de servicio son los que verdaderamente nos hacen grandes

Ni vanidades de apariencias falsas ni orgullos que nos levanten en pedestales, sino caminos de humildad y de servicio son los que verdaderamente nos hacen grandes

 Ezequiel 43,1-7ª; Sal 84; Mateo 23,1-12
Confieso que esto que voy a decir primero me lo aplico a mi mismo, porque me hace pensar mucho en lo que yo hago o he hecho y si acaso estoy en lo mismo. En la vida nos vamos encontrando siempre quien tiene algo que decir, algo que decirnos de cómo hemos de hacer las cosas, de cómo hay que arreglar el mundo y muchas cosas en este sentido.
Y ya no se trata solamente de la corrección fraterna que hemos de hacernos los unos a los otros para ayudarnos a mejorar, o de quien sabe ha de enseñar. Me refiero más bien a esa vanidad de la vida, a ese orgullo con que tenemos el peligro de ir señalando a los demás lo que tienen que hacer, pero por sí mismos, por mejorar su propia vida quizás no mueven un dedo. Fácilmente caemos en esa vanidad y en esos orgullos.
Las vanidades de las apariencias son tentaciones que todos podemos tener, y esto nos puede llevar a ser inmisericordes con los demás y hasta injustos en las apreciaciones que podamos tener de los otros. Yo no soy quien para juzgar al otro ni para condenarlo. Si algo hemos de hacer con humildad es ayudarnos mutuamente y con la delicadeza más exquisita nos decimos las cosas para tratar de mejorar en nuestra vida; pero no nos podemos convertir en maestros de nadie que con orgullo vayamos imponiendo nuestra manera de ver las cosas. 
De esto le hablaba Jesús a la gente, viendo la actitud y las posturas farisaicas de los maestros de la ley que buscaban la vanidad de la apariencia y el orgullo de sentirse o creerse superiores a los demás. Por eso en lo externo querían aparecer como buenos y que eso lo reconociera la gente rindiéndoles honores; buscaban primeros puestos y reverencias de las gentes, que señala Jesús.
En su vanidad llegan a escribir los mandatos de la ley del Señor en el borde de sus mantos, y cuanto más anchas fueran las franjas mejor porque así podría aparecer mejor su prepotencia. Así creían cumplir la ley del Señor que allá en el Deuteronomio les recomendaba tener muy presentes siempre los mandamientos del Señor, como si los llevaran siempre delante de sus ojos. De ahí esas filacterias y esos escritos en el borde de sus mantos, porque así lo llevaban materialmente delante de los ojos, pero ¿los llevarían de igual modo inscritos en su corazón?
No es ese el camino que hemos de seguir; Jesús nos pide humildad y espíritu de servicio para buscar lo bueno, para querer lo mejor para los demás, pero para con sinceridad de corazón también buscar nosotros humildemente los caminos del Señor. Esos caminos de humildad y de espíritu de servicio son los que nos hacen verdaderamente grandes y con los que podemos encontrarnos con el Señor.

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