Para siempre Dios es Emmanuel, Padre de amor y misericordia que se nos revela en Jesús y por la fuerza del Espíritu nos hace hijos en el Hijo
Proverbios 8, 22-31; Sal 8; Romanos 5, 1-5;
Juan 16, 12-15
‘Has enviado al mundo la Palabra de la verdad y el Espíritu de la
santificación para revelar a los hombres tu admirable misterio…’ Comenzamos
haciendo esta oración y haciendo esta profesión de fe. Misterio de Dios que se
nos revela. No es solamente desde los razonamientos de nuestra mente cómo
podemos llegar a conocer en plenitud el misterio de Dios.
Daba gracias Jesús al Padre que revela los misterios de Dios a los
pequeños y a los sencillos. Jesús es esa revelación de Dios, esa revelación del
rostro de Dios que por nosotros mismos no podemos conocer. ‘Nadie conoce al
Padre sino el Hijo y aquel a quien lo quiera dar a conocer’. Es la Palabra
de la verdad; es la Palabra que es luz y que es vida; es la Palabra, la
Sabiduría eterna de Dios que nos revela el misterio de Dios.
Es lo que hoy estamos celebrando. En este domingo ya dentro del tiempo
ordinario que comenzábamos al celebrar Pentecostés la liturgia de la Iglesia
nos invita a contemplar y adorar este admirable misterio de Dios, la Santísima
Trinidad Padre, Hijo y Espíritu Santo. ‘Que con tu único Hijo y el Espíritu
Santo eres un solo Dios, un solo Señor, no una sola persona, sino tres personas
en una única naturaleza’, como proclamamos en el prefacio. ‘Al proclamar
nuestra fe en la verdadera y eterna Divinidad adoramos tres personas distintas,
de única naturaleza e iguales en su dignidad’.
Ya nos decía Jesús en el evangelio que ‘cuando venga el Espíritu de
la verdad, os guiará hasta la verdad plena’. Espíritu divino que nos
introduce en toda su plenitud en el misterio de Dios, pero no ya solo como un
conocimiento más que adquiramos sino como una vida que hemos de vivir. No
conocemos a Dios desde fuera sino que hemos sido introducidos en el misterio de
Dios. No nos contentamos con admirarnos ante un Misterio que nos desborda y que
en nuestra pequeñez casi nos quedaríamos contemplando en la distancia. Se nos
ha revelado para que podamos sentir esa cercanía del misterio de Dios en
nuestra vida; ya para siempre Dios es para nosotros Emmanuel, Dios con
nosotros.
Conocer a Dios es vivir a Dios, es inundarnos de su vida para vivir no
ya nuestra vida sino la vida de Dios. Por eso lo llamamos también Espíritu de
santificación porque nos santifica, nos llena de la santidad de Dios, nos hace
participes de la vida de Dios. Por la fuerza del Espíritu que ya habita en
nosotros – hemos sido hechos morada de Dios y templos del Espíritu – somos
santificados porque somos llenos de la vida de Dios; por eso en el Hijo
nosotros ya comenzamos también a ser hijos.
Es la gracia que hemos recibido en nuestro bautismo al hacernos partícipes
del misterio de Cristo; por la acción del Espíritu en nosotros nos hemos
convertido también en hijos de Dios. Y es que ‘el amor de Dios ha sido
derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado’.
No terminamos de considerar, de comprender, de admirarnos ante el
misterio de Dios que no solo se nos revela sino del que se nos hace partícipe.
Es algo que tendríamos que meditar mucho, rumiar en nuestro corazón. Es algo
por lo que no tendríamos que cansarnos de dar gracias a Dios, por esta
revelación que nos hace de si mismo, pero también por esa dicha de hacernos
participes de esa vida de Dios.
‘¡Qué admirable es tu nombre en toda la tierra!’ exclamábamos
con el salmista. Pero cantamos las maravillas del Señor y no terminamos de admirarnos
de su grandeza cuando contemplamos lo que ha hecho con nosotros. ‘¿Qué es el
hombre para que te acuerdes de él, el ser humano, para darle poder? Lo hiciste
poco inferior a los ángeles, lo coronaste de gloria y dignidad, le diste el
mando sobre las obras de tus manos, todo lo sometiste bajo sus pies…’ Es lo
que ha hecho con nosotros cuando se nos revela y cuando nos hace participes de
su vida y de su gloria. Nos llenamos de gloria en el Señor. Queremos cantar
para siempre la gloria del Señor.
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