Busquemos aquellos tesoros de plenitud cuyo brillo y resplandor sean los del amor
Romanos
4,20-25; Sal.: Lc 1,69-70.71-72.73-75; Lucas 12,13-21
Hay idolatrías que se nos meten muy sutilmente en el
alma, casi sin darnos cuenta. Ya sabemos que idolatría es adorar algo o alguien
que no es Dios como si fuera Dios. Y muchas pueden ser las cosas que
convirtamos en dioses de nuestra vida. Son esas cosas que le damos tanta
importancia que las ponemos en primer lugar de nuestra vida y como objeto y fin
de todo lo que hacemos. Nos sentiríamos que nada somos si no tenemos o poseemos
esas cosas.
Y la codicia se nos puede convertir en un dios de
nuestra vida que además influye de tal manera en nosotros que nos convertimos
en sus esclavos. Querer tener por encima de todo, como si en eso estuviera toda
nuestra felicidad, nuestra única felicidad. Nos convertimos fácilmente en
adoradores del dinero, esclavos del deseo de la posesión de riquezas. Y lo digo
así, porque algunas veces aunque no tengamos ese dinero o esas riquezas en el
deseo ya las estamos adorando.
Ya sé que por ahí ronda esa fácil sentencia de que el
dinero no da la felicidad pero ayuda a tenerla. No es el dinero el que te da o
te ayuda a ser feliz. La felicidad está en ti mismo en la manera que vivas tu
vida, en el sentido que le des a tu existencia o en la utilización de tus
posibilidades en la vida sabiendo aceptar y sabiendo aceptar también a los
demás. Es tu relación contigo mismo y con lo que te rodea, es tu relación con
los demás, es la realización de tu ser como persona lo que te va a dar una
mayor satisfacción.
Ante la insistencia de alguien entre el publico que le
pide a Jesús que medie con su hermano para resolver unos problemas de herencias
- en toda la historia cuanta fuente de conflicto entre hermanos y familiares
han causado las herencias - cuando Jesús nos dice que tengamos cuidado con esa
codicia que se nos mete en el alma y tanto daño nos hace.
El hombre codicioso nunca estará satisfecho con lo que
tiene o lo que logra; su ambición es tener por tener, por ver acumulado y ni
siquiera saber aprovechar lo que consigue para tener una vida mejor. El hombre
codicioso solo piensa en si mismo y será motivo de conflicto en su relación con
los demás aparte de vivir una vida solitaria que le encierra en si mismo y en
la acumulación de sus bienes.
Jesús les propone la parábola del hombre rico que tuvo
una gran cosecha y ya pensaba que nada le faltaba porque tenia de todo en
abundancia. Pero la vida se le acabó en un suspiro y nada pudo disfrutar de
todo lo que tenía. ¿De qué le sirvió todo lo que tenía? ¿Pudo añadir un minuto
más a su vida? Y termina sentenciando Jesús: ‘Así será el que amasa riquezas para sí
y no es rico ante Dios’.
¿Qué es lo que realmente hemos de buscar? ¿Dónde pondremos nuestro
corazón? ¿Solo vamos a pensar en nosotros mismos y en nuestras satisfacciones
personales? ¿Qué sentido hemos de darle a nuestra vida y a lo que poseemos?
Ya nos dirá Jesús en otro lugar que acumulemos tesoros en el cielo
donde en verdad un día los podremos disfrutar en la plenitud de Dios. Ya
sabemos cuáles son esos tesoros cuyo brillo importante es el amor.
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