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lunes, 19 de octubre de 2015

Busquemos aquellos tesoros de plenitud cuyo brillo y resplandor sean los del amor

Busquemos aquellos tesoros de plenitud cuyo brillo y resplandor sean los del amor

 Romanos 4,20-25; Sal.: Lc 1,69-70.71-72.73-75; Lucas 12,13-21

Hay idolatrías que se nos meten muy sutilmente en el alma, casi sin darnos cuenta. Ya sabemos que idolatría es adorar algo o alguien que no es Dios como si fuera Dios. Y muchas pueden ser las cosas que convirtamos en dioses de nuestra vida. Son esas cosas que le damos tanta importancia que las ponemos en primer lugar de nuestra vida y como objeto y fin de todo lo que hacemos. Nos sentiríamos que nada somos si no tenemos o poseemos esas cosas.
Y la codicia se nos puede convertir en un dios de nuestra vida que además influye de tal manera en nosotros que nos convertimos en sus esclavos. Querer tener por encima de todo, como si en eso estuviera toda nuestra felicidad, nuestra única felicidad. Nos convertimos fácilmente en adoradores del dinero, esclavos del deseo de la posesión de riquezas. Y lo digo así, porque algunas veces aunque no tengamos ese dinero o esas riquezas en el deseo ya las estamos adorando.
Ya sé que por ahí ronda esa fácil sentencia de que el dinero no da la felicidad pero ayuda a tenerla. No es el dinero el que te da o te ayuda a ser feliz. La felicidad está en ti mismo en la manera que vivas tu vida, en el sentido que le des a tu existencia o en la utilización de tus posibilidades en la vida sabiendo aceptar y sabiendo aceptar también a los demás. Es tu relación contigo mismo y con lo que te rodea, es tu relación con los demás, es la realización de tu ser como persona lo que te va a dar una mayor satisfacción.
Ante la insistencia de alguien entre el publico que le pide a Jesús que medie con su hermano para resolver unos problemas de herencias - en toda la historia cuanta fuente de conflicto entre hermanos y familiares han causado las herencias - cuando Jesús nos dice que tengamos cuidado con esa codicia que se nos mete en el alma y tanto daño nos hace.
El hombre codicioso nunca estará satisfecho con lo que tiene o lo que logra; su ambición es tener por tener, por ver acumulado y ni siquiera saber aprovechar lo que consigue para tener una vida mejor. El hombre codicioso solo piensa en si mismo y será motivo de conflicto en su relación con los demás aparte de vivir una vida solitaria que le encierra en si mismo y en la acumulación de sus bienes.
Jesús les propone la parábola del hombre rico que tuvo una gran cosecha y ya pensaba que nada le faltaba porque tenia de todo en abundancia. Pero la vida se le acabó en un suspiro y nada pudo disfrutar de todo lo que tenía. ¿De qué le sirvió todo lo que tenía? ¿Pudo añadir un minuto más a su vida? Y termina sentenciando Jesús: ‘Así será el que amasa riquezas para sí y no es rico ante Dios’.
¿Qué es lo que realmente hemos de buscar? ¿Dónde pondremos nuestro corazón? ¿Solo vamos a pensar en nosotros mismos y en nuestras satisfacciones personales? ¿Qué sentido hemos de darle a nuestra vida y a lo que poseemos?
Ya nos dirá Jesús en otro lugar que acumulemos tesoros en el cielo donde en verdad un día los podremos disfrutar en la plenitud de Dios. Ya sabemos cuáles son esos tesoros cuyo brillo importante es el amor.

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