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domingo, 20 de septiembre de 2015

Mirar la pasión y la cruz de Jesús nos hacer ver hemos de ser los últimos y servidores para acoger y servir hasta al mas pequeño

Mirar la pasión y la cruz de Jesús nos hacer ver hemos de ser los últimos y servidores para acoger y servir hasta al más pequeño

Sab. 2, 12.17-20; Sal. 53; Sant. 3, 16-4, 3; Mc. 9, 30-37
Hay ocasiones en que por más claro que nos hablen parece que no queremos entender, nos cuesta más que entender aceptar aquello que nos están diciendo; y en ocasiones así es como si nos hiciéramos oídos sordos porque ni siquiera queremos preguntar porque nos parece que si nos lo explican bien nos van a comprometer más fácilmente en aquello que en el fondo sí que entendemos. Que nos hablan de sacrificios y de renuncias, que nos hablan de algo en lo que tendríamos que comprometernos, vamos a ver cómo podemos escapar, como no nos va a suceder esas cosas que nos anuncian, o cómo tratamos de que sean lo menos fuertes y duras que podamos.
Eso nos sucede en muchas ocasiones en la vida. Esto nos puede suceder en nuestra vida cristiana o en nuestra vida de compromiso por los demás. ¿Por qué tengo que ser yo el que tenga que ser el primero que me comprometa en esas cosas? ¿Por qué tengo que ser yo el que siempre está disponible para todo? ¿Por qué tengo que aparecer yo como ‘el último bobo’ que se pone siempre al servicio del otro? Y así cuantas preguntas nos surgen o cuantas disculpas nos buscamos, o como es la forma que nos hacemos en cierto modo oídos sordos y nos despistamos para no tener que comprometerme.
Algo así les estaba pasando a los discípulos en relación a lo que Jesús les venía anunciando. Ya no era la primera vez, porque ya el domingo pasado en páginas anteriores del evangelio lo escuchamos. Jesús habla de sacrificio y de muerte; anuncia lo que le va a suceder en Jerusalén, y por carambola podría pasarle a ellos algo parecido. ‘El Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán, y después de muerto a los tres días resucitará’, les decía. Ya Pedro, escuchábamos el otro día, trataba de disuadir a Jesús para quitarle esas ideas de la cabeza. Ahora no se atreven a preguntar, y eso que Jesús venía hablando con ellos como en un aparte del resto de los discípulos, porque a ellos de manera especial quería instruirlos.
Pero es que después de estos anuncios que les hace Jesús, pareciera como queriendo olvidarlo todo, continúan pensando en su interior en ese reino que iba a instaurar el Mesías y a ver qué puesto les iba a tocar a ellos. Fueron muchas las veces en que los encontraremos en tales discusiones. Quien iba a ser el primero y principal, a la manera como un día Santiago y Juan habían estado pidiendo sentarse uno a la derecha y otro a la izquierda.
‘Llegaron a Cafarnaún y, una vez en casa, les preguntó Jesús: ¿De qué discutíais por el camino? Ellos no contestaron, pues por el camino habían discutido quien era el más importante’. Como diríamos de una forma figurativa fueron cogidos con las manos en la masa.
Allí está Jesús que se sienta en medio de ellos. ¿Cómo va a explicarles una vez más para que terminen de entender cual es el sentido verdadero del Reino que está anunciando? Es normal que sintamos deseos en nuestro interior de vivir en dicha y felicidad; es cierto que nos gustan que nos reconozcan nuestros valores y lo que podemos hacer; tenemos deseos, sí, de grandeza y de plenitud en nuestro interior.
Pero ¿cómo en verdad podremos sentirnos verdaderamente dichosos, realizados, en plenitud de nuestro ser? No será en la apetencia de cosas grandes, de lugares importantes o de reconocimientos que los demás puedan hacernos de nuestro valer o de nuestra autoridad. Ahí tenemos a Jesús delante de nosotros, como lo estaba entonces allí sentado en medio de ellos, es el Hijo del Hombre que no ha venido a ser servido sino a servir, a hacerse el último y el servidor de todos. No nos va a pedir que Jesús algo que antes no haya hecho El. Y si nos plantea un sentido de la vida es lo que le vemos vivir a El.
‘Quien quiera ser el primero y el principal, que se haga el último de todos y el servidor de todos’. Ahí tenemos la verdadera grandeza. Es entonces cuando estaremos desarrollando nuestras verdaderas capacidades, es cuando van a resplandecer los verdaderos valores, es lo que nos hace grandes de verdad.
Y para hacer el último y el servidor de todos hay que comenzar a valorar en todo a los demás, también aquellos que nos pueden parecer menos importantes o con menos valores o que son más pequeños. Y eso cuesta, hemos de reconocerlo. Tenemos la tentación y el peligro de que broten impetuosos nuestros orgullos y el egoísmo de nuestro yo. Y como un signo bien significativo toma a un niño lo pone en medio y nos dice que hemos de saber acoger a un niño porque el que acoge a un niño lo está acogiendo a El y el que lo acoge a El acoge al que lo ha enviado.
El niño en aquella cultura era poco valorado y no se tenía en cuenta hasta que no llegara a la mayoría de edad. Nos puede parecer extraño, era así entonces, pero algún resabio de todo eso nos queda algunas veces. Ahí  nos queda la imagen, porque en la imagen del niño están todos los que consideramos pequeños, insignificantes, poco importantes en la vida; y pensemos cuantas discriminaciones tenemos el peligro de hacernos porque aquel vale menos, porque aquel otro es no sé de dónde, o de qué condición, o nos viene de fuera, o es de no sé que raza o religión; todavía hoy nos seguimos haciendo tantas distinciones y no a todos acogemos de la misma manera.
Pues Jesús nos está diciendo que nos hagamos los últimos y los servidores de esos que consideramos los últimos, los pequeños o los desheredados de la vida. Por ahí han de ir las verdaderas grandezas en el Reino de los cielos. Esto es lo que les costaba aceptar a los discípulos y hasta les daba miedo preguntar, pero esto es también, reconozcámoslo, lo que nos da miedo a nosotros y nos cuesta entender y aceptar.

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