Mirar la pasión y la cruz de Jesús nos hacer ver hemos de ser los últimos y servidores para acoger y servir hasta al más pequeño
Sab. 2, 12.17-20; Sal. 53; Sant. 3, 16-4, 3; Mc. 9, 30-37
Hay ocasiones en que por más claro que nos hablen
parece que no queremos entender, nos cuesta más que entender aceptar aquello
que nos están diciendo; y en ocasiones así es como si nos hiciéramos oídos
sordos porque ni siquiera queremos preguntar porque nos parece que si nos lo
explican bien nos van a comprometer más fácilmente en aquello que en el fondo
sí que entendemos. Que nos hablan de sacrificios y de renuncias, que nos hablan
de algo en lo que tendríamos que comprometernos, vamos a ver cómo podemos
escapar, como no nos va a suceder esas cosas que nos anuncian, o cómo tratamos
de que sean lo menos fuertes y duras que podamos.
Eso nos sucede en muchas ocasiones en la vida. Esto nos
puede suceder en nuestra vida cristiana o en nuestra vida de compromiso por los
demás. ¿Por qué tengo que ser yo el que tenga que ser el primero que me
comprometa en esas cosas? ¿Por qué tengo que ser yo el que siempre está
disponible para todo? ¿Por qué tengo que aparecer yo como ‘el último bobo’ que
se pone siempre al servicio del otro? Y así cuantas preguntas nos surgen o
cuantas disculpas nos buscamos, o como es la forma que nos hacemos en cierto
modo oídos sordos y nos despistamos para no tener que comprometerme.
Algo así les estaba pasando a los discípulos en
relación a lo que Jesús les venía anunciando. Ya no era la primera vez, porque
ya el domingo pasado en páginas anteriores del evangelio lo escuchamos. Jesús
habla de sacrificio y de muerte; anuncia lo que le va a suceder en Jerusalén, y
por carambola podría pasarle a ellos algo parecido. ‘El Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo
matarán, y después de muerto a los tres días resucitará’, les decía. Ya
Pedro, escuchábamos el otro día, trataba de disuadir a Jesús para quitarle esas
ideas de la cabeza. Ahora no se atreven a preguntar, y eso que Jesús venía
hablando con ellos como en un aparte del resto de los discípulos, porque a
ellos de manera especial quería instruirlos.
Pero es que después de estos anuncios que les hace
Jesús, pareciera como queriendo olvidarlo todo, continúan pensando en su
interior en ese reino que iba a instaurar el Mesías y a ver qué puesto les iba
a tocar a ellos. Fueron muchas las veces en que los encontraremos en tales
discusiones. Quien iba a ser el primero y principal, a la manera como un día
Santiago y Juan habían estado pidiendo sentarse uno a la derecha y otro a la
izquierda.
‘Llegaron a Cafarnaún
y, una vez en casa, les preguntó Jesús: ¿De qué discutíais por el camino? Ellos
no contestaron, pues por el camino habían discutido quien era el más
importante’. Como
diríamos de una forma figurativa fueron cogidos con las manos en la masa.
Allí está Jesús que se sienta en medio de ellos. ¿Cómo
va a explicarles una vez más para que terminen de entender cual es el sentido
verdadero del Reino que está anunciando? Es normal que sintamos deseos en
nuestro interior de vivir en dicha y felicidad; es cierto que nos gustan que
nos reconozcan nuestros valores y lo que podemos hacer; tenemos deseos, sí, de
grandeza y de plenitud en nuestro interior.
Pero ¿cómo en verdad podremos sentirnos verdaderamente
dichosos, realizados, en plenitud de nuestro ser? No será en la apetencia de
cosas grandes, de lugares importantes o de reconocimientos que los demás puedan
hacernos de nuestro valer o de nuestra autoridad. Ahí tenemos a Jesús delante
de nosotros, como lo estaba entonces allí sentado en medio de ellos, es el Hijo del Hombre que no ha venido a ser
servido sino a servir, a hacerse el último y el servidor de todos. No nos
va a pedir que Jesús algo que antes no haya hecho El. Y si nos plantea un
sentido de la vida es lo que le vemos vivir a El.
‘Quien quiera ser el
primero y el principal, que se haga el último de todos y el servidor de todos’. Ahí tenemos la verdadera grandeza.
Es entonces cuando estaremos desarrollando nuestras verdaderas capacidades, es
cuando van a resplandecer los verdaderos valores, es lo que nos hace grandes de
verdad.
Y para hacer el último y el servidor de todos hay que
comenzar a valorar en todo a los demás, también aquellos que nos pueden parecer
menos importantes o con menos valores o que son más pequeños. Y eso cuesta,
hemos de reconocerlo. Tenemos la tentación y el peligro de que broten
impetuosos nuestros orgullos y el egoísmo de nuestro yo. Y como un signo bien
significativo toma a un niño lo pone en medio y nos dice que hemos de saber
acoger a un niño porque el que acoge a un niño lo está acogiendo a El y el que
lo acoge a El acoge al que lo ha enviado.
El niño en aquella cultura era poco valorado y no se
tenía en cuenta hasta que no llegara a la mayoría de edad. Nos puede parecer
extraño, era así entonces, pero algún resabio de todo eso nos queda algunas
veces. Ahí nos queda la imagen, porque
en la imagen del niño están todos los que consideramos pequeños,
insignificantes, poco importantes en la vida; y pensemos cuantas discriminaciones
tenemos el peligro de hacernos porque aquel vale menos, porque aquel otro es no
sé de dónde, o de qué condición, o nos viene de fuera, o es de no sé que raza o
religión; todavía hoy nos seguimos haciendo tantas distinciones y no a todos
acogemos de la misma manera.
Pues Jesús nos está diciendo que nos hagamos los últimos
y los servidores de esos que consideramos los últimos, los pequeños o los desheredados
de la vida. Por ahí han de ir las verdaderas grandezas en el Reino de los
cielos. Esto es lo que les costaba aceptar a los discípulos y hasta les daba
miedo preguntar, pero esto es también, reconozcámoslo, lo que nos da miedo a
nosotros y nos cuesta entender y aceptar.
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