Permanecer unidos a Cristo para vivir su vida divina nos ha de transformar hasta resplandecer de santidad
Hechos,
15, 1-6; Sal
121; Juan
15, 1-8
‘Corno el sarmiento no
puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no
permanecéis en mí… el que permanece en
mí y yo en él, ése da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada’. Volvemos a escuchar estas palabras
de Jesús que ya se nos proclamaban en la liturgia del pasado quinto domingo de
Pascua. Es muy conveniente que insistamos. No podemos olvidar esa necesidad de
estar unidos a Cristo.
¿Qué significa ese permanecer en Cristo? Nos lo explica
Jesús con esta imagen de la vid y de los sarmientos. Es necesario que corra la
savia, una misma savia, por toda la planta. Si no fuera así ni viviría la
planta no podemos obtener los frutos que de ella esperamos. Permanecer en
Cristo y que Cristo permanezca en nosotros, nos dice el evangelio. Desde que
nos unimos a El por la fe y el Bautismo una nueva vida hay en nosotros. Es la
vida divina, que llamamos gracia en virtud de que es un regalo del amor de
Dios. Llenarnos de esa vida divina es llenarnos del amor de Dios, en sentir en
nosotros, es vivir en nosotros ese amor que nos da vida y con el que
necesariamente tenemos también que dar vida. Es vivir a Dios en nosotros para
que nosotros al mismo tiempo vivamos en Dios.
¿Seremos en verdad conscientes de todo lo que eso
significa? San Pablo llegaba a decir que ya no vivía él, sino que era Cristo el
que vivía en él. Vivir esa vida divina no es cualquier cosa. Vivir ese amor de
Dios tiene que transformarnos totalmente. Ya no somos los mismos; algo distinto
hay en nosotros que nos hará en consecuencia actuar de otra manera, vivir lo
que es la vida de cada día de otra manera; hay otro sentido, hay otra fuerza,
hay otro vivir.
Se tendrá así que manifestar la santidad de nuestra
vida. Llenos de Dios, de la vida de Dios, tenemos que resplandecer de
divinidad, tenemos que resplandecer de amor, tenemos que resplandecer de
santidad. Cuando Moisés bajaba del monte de la presencia de Dios su rostro
resplandecía, tanto que se lo cubría con un velo porque dañaba los ojos de los
que le miraban. ¿No tendría que ser así como nosotros resplandezcamos? ¿No
tendría que brillar así nuestra vida con nuestra santidad?
¿Acaso nos podrá estar sucediendo que no estamos
viviendo con toda la intensidad necesaria nuestra unión con Cristo y por eso no
resplandecemos de santidad? ¿No tendríamos que revisar nuestra oración, nuestra
vivencia sacramental, todo eso que tendríamos que realizar para vivir esa unión
con Cristo?
Pensemos también que a través de nosotros ha de llegar
esa vida divina a cuantos nos rodean. Quizá por nuestra mediocridad espiritual
no somos buenos canales de gracia para los demás. Es algo serio para pensar y
para buscar la forma de vivir cada vez más y más unidos a Cristo.
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