Una nueva comunión de amor que nos tiene que hacer entrar en comunión con nuestros hermanos
Deut. 8m 2-3.14-16; Sal. 147; 1Cor. 10, 16-17; Jn. 6, 51-58
‘Nos reunimos en torno a la mesa de este
sacramento admirable, para que la abundancia de tu gracia nos lleve a poseer la
vida celestial’. Es lo que hoy aquí nos congrega en esta fiesta del amor.
No se cansa Dios de amarnos y de seguir dándonos pruebas maravillosas de su
amor como este Sacramento de la Eucaristía que hoy estamos celebrando. Que la
abundancia de gracia que se derrama de la Eucaristía nos inunde de vida eterna.
Para saciar el hambre de los hombres, Dios hizo bajar
el maná en el desierto. Lo necesitaba aquel pueblo que caminaba en un duro
peregrinar. No era un camino de rosas el que iban realizando por el desierto;
muchas eran las espinas que iban apareciendo en aquel duro camino, el hambre,
la sed, el cansancio, las dudas que los atormentaban de si realmente merecía la
pena atravesar aquellos desiertos, la incertidumbre de lo que iban a encontrar
aunque se les prometiera una tierra que manaba leche y miel. Pero Dios estaba
con ellos y los alimentaba con el maná, un hermoso signo del verdadero pan del
cielo que un día Jesús nos daría.
En el evangelio veremos que para saciar el hambre de
los hombres, allá en el descampado Jesús multiplica los panes; muchas veces
hemos escuchado el relato de ese milagro de Jesús; era el signo de un pan nuevo
pero que tendría que ir acompañado de unas actitudes nuevas. Fue necesaria la
colaboración de los apóstoles que buscaban donde hubiera pan y el ofrecimiento
generoso para compartir de quien tenía unos pocos panes, pero la muchedumbre
había comido un pan nuevo como signo y anticipo también de algo nuevo que
significaba el Reino nuevo anunciado por Jesús.
Pero al fin, para saciar definitivamente el hambre de
los hombres, Dios mismo se hizo pan, para partirse en una ofrenda nueva de amor
y para dejarse comer y pudiéramos tener entonces ya una vida nueva para
siempre. Ahora sí que sería el verdadero pan de vida bajado del cielo para que
el que lo comiera no supiera lo que era morir para siempre.
Les costó a las gentes de Cafarnaún terminar de
entender lo que Jesús les hablaba de ese pan que comiéndolo daría vida para
siempre, sobre todo cuando Jesús les dice que El es ese ‘Pan vivo bajado del cielo’ y que ‘el que coma de ese pan vivirá para siempre’. ¿Nos costará a
nosotros también? ¿llegaremos a terminar de entender lo que significa comer de
ese Pan vivo que Cristo nos da? Podría parecer que no siempre lo tenemos muy claro
ni es tan firme la fe que tengamos en las palabras de Jesús.
Sigamos tratando de ahondar en lo que Jesús quiere
decirnos y lo que ha de significar para nuestra vida este misterio de amor que
Cristo nos revela. Había pedido Jesús fe en El para poder tener vida. ‘Mi Padre, les había dicho, quiere que todos los que vean al Hijo y
crean en El, tengan vida eterna, y yo los resucitaré en el último día’. La
fe que tenían en Jesús tenía sus lagunas porque les costaba entender y aceptar
las palabras de Jesús sobre todo cuando les diga que tienen que comer su carne
y beber su sangre para poder tener vida. ‘Si
no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida
en vosotros’. Y ahora repitiendo casi de forma textual lo que les había dicho
de la voluntad del Padre de que habían de creer en El, les dirá también que ‘el que come mi carne y bebe mi sangre tiene
vida eterna y yo lo resucitaré en el último día’.
Creer en Jesús significará comerle y quien le coma se
llenará de vida eterna, quien le coma está llamado a la resurrección en el
último día. Y es que comer a Cristo es hacer que Cristo habite en nosotros y
nosotros en El. Comer a Cristo significa llenarnos de vida para que sea su vida
la que esté en nosotros para siempre. Pero tenemos que decir más, el que se
llena de la vida de Cristo está dejándose inundar de su amor ya para siempre y
el que come a Cristo ya no podrá hacer otra cosa que amar con un amor como el
de Cristo.
Y esto tendrá muchas consecuencias para nosotros,
porque comiendo ese pan bajado del cielo, que ya sabemos que es Cristo mismo,
ya nuestra vida va a tener un nuevo sentido y valor y ya seremos capaces de
hacer ese peregrinar por la vida, por muy duro que se nos presente, con una
nueva fuerza, con un nuevo sentido, con una nueva ilusión. Es que ‘el que come mi carne y bebe mi sangre
habita en mi y yo en El’, que nos dirá Jesús.
Con Cristo a nuestro lado se nos acaban las dudas y los
cansancios porque El es nuestro alimento y el agua viva que sacia nuestra sed.
Merecen la pena nuestras luchas por ser ese hombre nuevo que tenemos que hacer
y por trabajar por lograr ese mundo nuevo que tenemos que construir. El pueblo
que peregrinaba por el desierto se fue amasando como pueblo, el pueblo de la
antigua alianza, en aquel peregrinar lleno de pruebas y dificultades con la
presencia de Dios en su peregrinar, pero ya nosotros desde Cristo y nuestro
bautismo nos sentimos ese pueblo nuevo, ese pueblo de la nueva y eterna
alianza.
Habiendo comido a Cristo, Pan vivo bajado del cielo y
pan de vida para nosotros, y habitando ya Cristo en nosotros desde la
Eucaristía con que nos alimentamos no podemos soportar que haya a nuestro lado
hombres y mujeres con hambre, que pasen necesidad o se vean hundidos en sus
problemas. De Cristo en la multiplicación de los panes aprendimos cómo nosotros
también tenemos que poner a disposición nuestros panes y multiplicarlos todo lo
que haga falta para ese compartir generoso y en justicia con los demás.
Saciarnos de Cristo comiéndolo en la Eucaristía nos
compromete, y de qué manera, a vivir una nueva comunión, un nuevo sentido del
amor y la justicia con todos los que están a nuestro lado. Decíamos que para
saciar el hambre de los hombres Dios mismo se hizo pan que se parte y se
reparte para poder llenar de vida a todos los hombres.
Comer a Cristo en la Eucaristía, como decíamos antes,
hace que Cristo habite en nosotros y nosotros en El, lo que tendrá que hacer
que de la comunión salgamos en verdad cristificados, convertidos en otros
Cristos, si Cristo en verdad habita en nosotros, y como Cristo y con Cristo
hemos de saber nosotros hacernos pan para partirnos y para repartirnos entre y
con los demás, para dejarnos comer por los demás desde nuestra entrega de amor.
No son ya cosas de las que tenemos que
desprendernos para compartir, sino que hemos de ser nosotros mismos los que nos
hemos de partir y repartir en el servicio del amor hacia los demás.
Decíamos que a las gentes de Cafarnaún les costaba
entender lo que Jesús les estaba diciendo cuando les estaba anunciando el
misterio de la Eucaristía. Nos preguntábamos si acaso a nosotros nos costaría
también. Creo que ya no es tanto entender las Palabras de Jesús que muchas
veces las hemos escuchado, sino el vivir lo que Jesús nos está diciendo,
hacerlo vida en nosotros después de comerle a El.
Nos es fácil quizá confesar nuestra fe en la presencia
de Cristo en las especies sacramentales del pan y el vino de la Eucaristía y
decir que es verdadera y realmente el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Lo que
quizá ya no sea tan fácil es esa cristificación que se ha de realizar en
nuestra vida cada vez que venimos a comulgar. Venir a comulgar a Cristo es
hacernos nosotros comunión para los demás viviendo un mismo sentido de amor que
el de Cristo. Ir a la comunión eucaristía no lo podemos hacer con todo sentido
si no vamos también a la comunión con el hermano partiéndonos y repartiéndonos
nosotros por el amor que ya no es solo repartir o compartir cosas, sino que
es dejarnos comer por el hermano, porque
así por amor nos damos.
Fiesta del amor, decíamos al principio, que es esta
fiesta de la Eucaristía que hoy estamos celebrando. Fiesta y compromiso del
amor tenemos que reconocer que es porque de otra manera sin comprometernos no
tendría sentido. Es el día de la Caridad, no solo porque sea el día de Cáritas
como una invitación a compartir con los hermanos más necesitamos a través de
esa obra comprometida de la Iglesia, sino porque comiendo a Cristo nos vamos a
impregnar de la caridad de Cristo porque así nos llenamos de su vida.
Riqueza de vida y de gracia que Cristo nos regala.
Cuánto tenemos que dar gracias a Dios y con qué intensidad de amor y compromiso
hemos de vivir nuestras Eucaristías.
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