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domingo, 3 de febrero de 2013


Te consagré, te nombre profeta… no les tengas miedo, yo estoy contigo

Jer. 1, 4-5.17-19; Sal. 70; 1Cor. 12, 31-13, 13; Lc. 4, 21-30
‘Será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones’, escuchamos ayer profetizar al anciano Simeón cuando Jesús fue presentado en el templo. Jesús, como un signo de contradicción, porque ante Jesús hay que decantarse, hay que hacer opción.
No siempre va a ser comprendido su mensaje. Pronto lo vemos en el evangelio, casi en sus primeras páginas. Es lo que estamos contemplando que sucede en la sinagoga de Nazaret. El texto que hoy hemos escuchado es continuación literal del que escuchamos el pasado domingo. Fue la presentación de Jesús en la sinagoga de Nazaret, donde se había criado. Entonces escuchamos como toda la sinagoga tenía puestos los ojos en El y muchos se admiraban de las palabras de gracia que salían de sus labios.
‘Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír’, escuchamos el comentario y explicación que Jesús hacía del texto de Isaías proclamado. Hoy, nuestro texto, comienza a partir de esas palabras de Jesús, pero ya vemos que dentro de la admiración y hasta orgullo que sentían por sus palabras, pronto comienzan a preguntarse ‘¿no es este el hijo de José, el carpintero?’ Como se  nos dirá en textos paralelos  ‘¿de donde le viene a éste todo esto? ¿Qué es esa sabiduría… y esos milagros?’ Y finalmente, ante las palabras de Jesús, terminarán ‘poniéndose furiosos y, levantándose, lo empujaron fuera del pueblo hasta un barranco del monte en donde se alzaba su pueblo, con intención de despeñarlo’.
‘Os aseguro que ningún profeta es bien mirado en su tierra’, les dice Jesús. Y les recuerda episodios de los profetas, de Elías y de Eliseo, hechos que tenían allí contenidos en la Escritura Santa, que alimentó uno a una fenicia, y el otro curó a un sirio de la lepra, mientras en Israel había muchos que padecían hambre o sufrían el mal de la lepra.
Jesús no se arredra ante la indiferencia o la oposición que pueda surgir ante sus palabras y ante su mensaje. Sus palabras son claras y firmes porque además grande es el amor que nos está manifestando. Podemos recordar al profeta Jeremías que escuchábamos en la primera lectura. ‘Te consagré, te nombre profeta de las gentes… Tú cíñete los lomos, ponte en pie y diles lo que yo te mando; no les tengas miedo… te convierto en plaza fuerte, en columna de hierro, en muralla de bronce… lucharán contra ti pero no te podrán, porque yo estoy contigo…’ Hermosas palabras del profeta que nos manifiestan la firmeza y claridad con que se ha de proclamar la Palabra de Dios. Así se presente Jesús ante sus gentes.
Muchas cosas nos quiere decir Jesús en este texto y con estas menciones que hace. La obra de la salvación que Jesús viene a realizar ni se reduce a un pueblo ni solo a unas gentes determinadas. Ya, desde el principio del evangelio, se va manifestando la universalidad de la salvación que Jesús nos ofrece. Todos están llamados a esa salvación, para todos es la gracia del Señor; por nuestra parte, por parte de todos los hombres, sean de la nación que sean, no queda sino la acogida a ese mensaje de salvación. Su sangre derramada, como decimos en la Eucaristía, es para el perdón de los pecados de todos los hombres y lo que el Señor quiere es que todos los hombres alcancen dicha salvación.
Hay una cosa a destacar. No podemos intentar manipular el mensaje salvador de Jesús. Quizá la gente de su pueblo, en el orgullo que pudieran sentir por la fama que les llegaba de Jesús de cómo era acogido por todas partes y de los milagros que hacía, podían sentirse con derecho, podríamos decir, de que a ellos les tocara la mejor parte. Jesús era uno de ellos, era el hijo del José el carpintero y allí se había criado. Podrían ser beneficiarios especiales de las obras de Jesús, de los milagros de Jesús; pero como se nos dirá en otro lugar allí Jesús no realizó ningún milagro por su falta de fe.
Como recordábamos al principio de nuestra reflexión con las palabras de Simeón en la presentación de Jesús en el templo, ‘será una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones’. ¿Cuál es la actitud con la que nosotros  nos acercamos a Jesús y a su palabra?
Es necesaria una apertura del corazón, una disponibilidad total desde lo más hondo de nosotros mismos para acoger a Jesús y a su mensaje, una generosidad grande en el sí que le demos a Jesús y a su evangelio; generosidad, disponibilidad, apertura pero para acoger a Jesús no como nosotros nos lo imaginemos o solo en aquellas cosas que nos pudieran parecer mejor para nuestro beneficio sino en la totalidad del Evangelio, sin distingos, sin divisiones, sin elecciones interesadas de parte del mensaje.
Cuántas veces  nos sucede así. Cuántas veces queremos hacer como rebajas en el mensaje cristiano y en la moralidad de nuestra vida. Cuántas veces nos decimos que hay cosas que cambiar, que hay que modernizarse y ponerse con los tiempos. O cuántas veces le ponemos ‘peros’ según quién sea el que nos está trasmitiendo el mensaje. Nuestra respuesta a Jesús y al evangelio tiene que ser siempre radical, con la totalidad de nuestra vida. No nos valen las rebajas cuando se trata de seguir a Jesús.
A la gente de Nazaret les costaba aceptar que aquel que entre ellos se había criado ahora pudiera presentarse ante ellos como maestro que les enseñara. Aunque sentían admiración y hasta orgullo, como antes decíamos, sin embargo sus mentes se cerraban para aceptar el mensaje de vida y de salvación que Jesús les pudiera ofrecer. Como nos puede suceder a veces a nosotros que no tenemos la humildad suficiente para aceptar el mensaje que se nos trasmite.
Olvidamos fácilmente que es el Espíritu del Señor el que está detrás de esa enseñanza, de ese mensaje; que nuestras garantías de verdad no son garantías humanas, sino que es la garantía del Espíritu de Dios que está en su Iglesia, que está en aquellos que en la Iglesia nos trasmiten la Palabra de Dios. La Iglesia, asistida por el Espíritu, se presenta ante nuestros ojos, se ha de presentar ante el mundo como esa Iglesia profética que nos anuncia ese mensaje de vida que en verdad nos conducirá a la mayor plenitud. El mundo necesita de esa Iglesia profética, necesita de esos profetas que nos trasmitan la Palabra de Dios con claridad y con valentía.
Tenemos, pues, que saber reconocer la voz profética de nuestros pastores y dar gracias a Dios porque no faltan profetas en nuestro mundo que levanten esa voz que despierte las conciencias, que abran la mente y los corazones a la trascendencia, que ayuden a descubrir esos valores más altos que eleven nuestra vida en búsqueda de plenitud, que nos ayuden a descubrir a Dios.
Hemos de reconocer y dar gracias a Dios por esos grandes profetas que en los últimos tiempos se han levantado ante nuestros ojos, un Juan XXIII con su visión profética para convocar un concilio, un Pablo VI que supo llevarlo a término y aplicarlo, un Juan Pablo I que cautivo en poco tiempo al mundo con su sonrisa que levantaba esperanza, un Juan Pablo II con esa voz valiente que recorrió el mundo, nuestro Papa actual, una Teresa de Calcuta y tantos y tantos más profetas de nuestro tiempo que haríamos interminable la lista.
Eso nos recuerda también que nosotros hemos de ser profetas, porque estamos también participando de la misión de Cristo, y no nos hemos de acobardar ni esconder porque sabemos que Dios también está con nosotros. 

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