Te consagré, te nombre profeta… no les tengas miedo, yo estoy contigo
Jer. 1, 4-5.17-19; Sal. 70; 1Cor. 12, 31-13, 13; Lc. 4, 21-30
‘Será como una bandera
discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones’, escuchamos ayer profetizar al
anciano Simeón cuando Jesús fue presentado en el templo. Jesús, como un signo
de contradicción, porque ante Jesús hay que decantarse, hay que hacer opción.
No siempre va a ser comprendido su mensaje. Pronto lo
vemos en el evangelio, casi en sus primeras páginas. Es lo que estamos
contemplando que sucede en la sinagoga de Nazaret. El texto que hoy hemos
escuchado es continuación literal del que escuchamos el pasado domingo. Fue la
presentación de Jesús en la sinagoga de Nazaret, donde se había criado.
Entonces escuchamos como toda la sinagoga tenía puestos los ojos en El y muchos
se admiraban de las palabras de gracia que salían de sus labios.
‘Hoy se cumple esta
Escritura que acabáis de oír’,
escuchamos el comentario y explicación que Jesús hacía del texto de Isaías
proclamado. Hoy, nuestro texto, comienza a partir de esas palabras de Jesús,
pero ya vemos que dentro de la admiración y hasta orgullo que sentían por sus
palabras, pronto comienzan a preguntarse ‘¿no
es este el hijo de José, el carpintero?’ Como se nos dirá en textos paralelos ‘¿de
donde le viene a éste todo esto? ¿Qué es esa sabiduría… y esos milagros?’ Y
finalmente, ante las palabras de Jesús, terminarán ‘poniéndose furiosos y, levantándose, lo empujaron fuera del pueblo
hasta un barranco del monte en donde se alzaba su pueblo, con intención de
despeñarlo’.
‘Os aseguro que ningún
profeta es bien mirado en su tierra’,
les dice Jesús. Y les recuerda episodios de los profetas, de Elías y de Eliseo,
hechos que tenían allí contenidos en la Escritura Santa, que alimentó uno a una
fenicia, y el otro curó a un sirio de la lepra, mientras en Israel había muchos
que padecían hambre o sufrían el mal de la lepra.
Jesús no se arredra ante la indiferencia o la oposición
que pueda surgir ante sus palabras y ante su mensaje. Sus palabras son claras y
firmes porque además grande es el amor que nos está manifestando. Podemos
recordar al profeta Jeremías que escuchábamos en la primera lectura. ‘Te consagré, te nombre profeta de las
gentes… Tú cíñete los lomos, ponte en pie y diles lo que yo te mando; no les
tengas miedo… te convierto en plaza fuerte, en columna de hierro, en muralla de
bronce… lucharán contra ti pero no te podrán, porque yo estoy contigo…’
Hermosas palabras del profeta que nos manifiestan la firmeza y claridad con que
se ha de proclamar la Palabra de Dios. Así se presente Jesús ante sus gentes.
Muchas cosas nos quiere decir Jesús en este texto y con
estas menciones que hace. La obra de la salvación que Jesús viene a realizar ni
se reduce a un pueblo ni solo a unas gentes determinadas. Ya, desde el
principio del evangelio, se va manifestando la universalidad de la salvación
que Jesús nos ofrece. Todos están llamados a esa salvación, para todos es la
gracia del Señor; por nuestra parte, por parte de todos los hombres, sean de la
nación que sean, no queda sino la acogida a ese mensaje de salvación. Su sangre
derramada, como decimos en la Eucaristía, es para el perdón de los pecados de
todos los hombres y lo que el Señor quiere es que todos los hombres alcancen
dicha salvación.
Hay una cosa a destacar. No podemos intentar manipular
el mensaje salvador de Jesús. Quizá la gente de su pueblo, en el orgullo que
pudieran sentir por la fama que les llegaba de Jesús de cómo era acogido por
todas partes y de los milagros que hacía, podían sentirse con derecho,
podríamos decir, de que a ellos les tocara la mejor parte. Jesús era uno de
ellos, era el hijo del José el carpintero y allí se había criado. Podrían ser
beneficiarios especiales de las obras de Jesús, de los milagros de Jesús; pero
como se nos dirá en otro lugar allí Jesús no realizó ningún milagro por su
falta de fe.
Como recordábamos al principio de nuestra reflexión con
las palabras de Simeón en la presentación de Jesús en el templo, ‘será una bandera discutida: así quedará
clara la actitud de muchos corazones’. ¿Cuál es la actitud con la que
nosotros nos acercamos a Jesús y a su
palabra?
Es necesaria una apertura del corazón, una
disponibilidad total desde lo más hondo de nosotros mismos para acoger a Jesús
y a su mensaje, una generosidad grande en el sí que le demos a Jesús y a su
evangelio; generosidad, disponibilidad, apertura pero para acoger a Jesús no
como nosotros nos lo imaginemos o solo en aquellas cosas que nos pudieran
parecer mejor para nuestro beneficio sino en la totalidad del Evangelio, sin
distingos, sin divisiones, sin elecciones interesadas de parte del mensaje.
Cuántas veces
nos sucede así. Cuántas veces queremos hacer como rebajas en el mensaje
cristiano y en la moralidad de nuestra vida. Cuántas veces nos decimos que hay
cosas que cambiar, que hay que modernizarse y ponerse con los tiempos. O
cuántas veces le ponemos ‘peros’ según quién sea el que nos está trasmitiendo
el mensaje. Nuestra respuesta a Jesús y al evangelio tiene que ser siempre
radical, con la totalidad de nuestra vida. No nos valen las rebajas cuando se
trata de seguir a Jesús.
A la gente de Nazaret les costaba aceptar que aquel que
entre ellos se había criado ahora pudiera presentarse ante ellos como maestro
que les enseñara. Aunque sentían admiración y hasta orgullo, como antes
decíamos, sin embargo sus mentes se cerraban para aceptar el mensaje de vida y
de salvación que Jesús les pudiera ofrecer. Como nos puede suceder a veces a
nosotros que no tenemos la humildad suficiente para aceptar el mensaje que se
nos trasmite.
Olvidamos fácilmente que es el Espíritu del Señor el
que está detrás de esa enseñanza, de ese mensaje; que nuestras garantías de
verdad no son garantías humanas, sino que es la garantía del Espíritu de Dios
que está en su Iglesia, que está en aquellos que en la Iglesia nos trasmiten la
Palabra de Dios. La Iglesia, asistida por el Espíritu, se presenta ante
nuestros ojos, se ha de presentar ante el mundo como esa Iglesia profética que
nos anuncia ese mensaje de vida que en verdad nos conducirá a la mayor
plenitud. El mundo necesita de esa Iglesia profética, necesita de esos profetas
que nos trasmitan la Palabra de Dios con claridad y con valentía.
Tenemos, pues, que saber reconocer la voz profética de
nuestros pastores y dar gracias a Dios porque no faltan profetas en nuestro
mundo que levanten esa voz que despierte las conciencias, que abran la mente y
los corazones a la trascendencia, que ayuden a descubrir esos valores más altos
que eleven nuestra vida en búsqueda de plenitud, que nos ayuden a descubrir a
Dios.
Hemos de reconocer y dar gracias a Dios por esos
grandes profetas que en los últimos tiempos se han levantado ante nuestros
ojos, un Juan XXIII con su visión profética para convocar un concilio, un Pablo
VI que supo llevarlo a término y aplicarlo, un Juan Pablo I que cautivo en poco
tiempo al mundo con su sonrisa que levantaba esperanza, un Juan Pablo II con
esa voz valiente que recorrió el mundo, nuestro Papa actual, una Teresa de
Calcuta y tantos y tantos más profetas de nuestro tiempo que haríamos
interminable la lista.
Eso nos recuerda también que nosotros hemos de ser
profetas, porque estamos también participando de la misión de Cristo, y no nos
hemos de acobardar ni esconder porque sabemos que Dios también está con
nosotros.
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